lunes, 19 de diciembre de 2011

'Derrota y restitución de la modernidad', de J. Gracia y D. Ródenas



LO QUE NUNCA SE ACABA

Jordi Gracia y Domingo Ródenas, Historia de la literatura española. 7. Derrota y restitución de la modernidad. 1939-2010, Barcelona, Crítica, 2011.

La literatura no sólo crece y se amplifica naturalmente día a día, sino que va complicándose, liberándose y haciéndose más escurridiza y amorfa, más silvestre y proteica, menos obediente. Muchos libros de hoy llegan con la voluntad, a menudo explícita, de dificultarnos su colocación en las secciones de las librerías o en los estantes de nuestras bibliotecas, y ése es un fenómeno insolente y feliz, aunque no siempre admirable, porque siempre será mejor una novela de corte clásico bien pensada y escrita que una hueca gilipollez, por rupturista e “intergenérica” que pueda pretenderse. Y es que la novela, sí, es la opción literaria más tradicionalmente capaz de transgredir la tradición, la más libre e ilimitada. Si un martes un crítico obtiene una definición “definitiva” de lo que es y puede llegar a ser una novela y de cuáles son sus normas y confines, el miércoles un novelista ilustrará con una nueva obra que esa acotación era insuficiente, lo cual es consolador, porque demuestra que la literatura estará siempre por encima de la filología, y que ésta está al servicio de aquélla, y jamás al revés, como parece que querrían algunos profesores.
Paradójicamente, “novela” o “poesía” son conceptos mucho más difíciles de definir que “literatura”, que las incluye. Ahora José-Carlos Mainer, en su “Prólogo general” a la Historia de la literatura española que está coordinando para la editorial Crítica, ha lanzado una nueva definición, cautelosa pero precisa y convincente: “la literatura, a fin de cuentas, es un conjunto de textos particularmente intencionados acerca de la vida, que nacieron con la pretensión de dejar huella perdurable”. La concisión de esas palabras (que en el tomo reseñado se pueden leer en la pág. VIII) no les impide ser exactas en cuanto a las ambiciones de lo literario, ni evitan la necesaria palabra “vida”, de mala prensa en otros ámbitos críticos más mecanizados, robotizados y, claro, menos vivos y refrescantes.
Hizo bien Mainer en encargar a Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya el séptimo tomo de este proyecto, pues, si son habitualmente magistrales al escribir cada uno sus cosas, lo que suscriben juntos resulta siempre brillante, y cada vez más. Se admiran mutuamente, y eso ayuda. Pero además se compenetran perfectamente y consiguen un estilo fluido, seguro y práctico que es fruto del apetito con que leen y las ganas con que escriben. Además, la capacidad de síntesis es una de las principales virtudes de un libro que tiene muchas otras: 974 páginas de letra pequeña (menor, de hecho, que la de otros tomos de la serie), caja amplia y estrecho interlineado son en realidad muy pocas para dar cuenta de todo lo que ha sucedido en la literatura española en un periodo tan dilatado y complejo como 1939-2010, y sobre todo cuando no se limitan a nombrar y dar listas, sino cuando hay una voluntad de explicación y argumentación que resulta exitosa, por suficiente, y que maneja, comprime y mastica una cantidad abrumadora de bibliografía general y específica (que no se cita en el cuerpo del texto ni en notas sino, muy espigada, en apéndice final). Es, pues, más que lo que se entiende por “manual”, un relato perfectamente articulado y nada superficial que no sólo abarca sino que aprieta mucho cuando es necesario. E incluso, hasta donde era espacialmente posible, hay equilibrio y sentido de la proporción al abordar la obra de los distintos autores según su relevancia, aunque en general los autores más recientes gozan de unos privilegios que no tienen autores superiores a ellos pero muertos y arrinconados desde hace décadas. Ése es uno de los peligros más espinosos y difíciles de esquivar al enfrentarse a la literatura de ahora mismo: allí está palpitando, sí, la famosa falta de perspectiva, pero también la voluntad de complacer a los escritores vivos, tan atentos siempre a sus comentaristas. Pero Gracia y Ródenas saben que la historia de la literatura es la historia de los textos literarios, no la de los escritores, y que importa estudiar y tratar de entender todo lo que se escriba, se publique y circule, que todo es relevante y sintomático, aunque no deje de ser una lástima que una narración tan apasionante y sabrosa como la que ellos hacen de esos años haya de terminar atendiendo a ese estéril y analfabeto chapapote textual del “afterpop” o la “pospoesía”.
Es otro aspecto que tal vez merezca destacarse: en general, y no creo que sea debido a mis intereses y gustos particulares, este libro es no sólo más convincente sino más fascinante cuanto más se remonta en el tiempo: tanto Gracia como, sobre todo, Ródenas nos han enseñado también muchas cosas sobre la “Edad de Plata” (concepto que aquí utilizan a conciencia, ya sin necesidad de explicación, así que definitivamente parece que ese marbete se queda entre nosotros), pero aquí, en un primer bloque panorámico titulado “Historia y sistema literario”, comienzan en la luctuosa primavera de 1939, desde la primera literatura de la derrota (amedrentada), la victoria (decepcionante) y el exilio (libre y sobresaliente), pasando por las diferentes promociones del interior, repasando géneros, movimientos, editoriales y revistas a través de las décadas (con la formación de una creciente y “paradójica literatura democrática sin democracia”) hasta llegar por fin a la democracia y saltar a la “posmodernidad”. Según explican los autores en la página 11, este repaso (que desplaza las págs. 15-297) es principalmente obra de Gracia (que amplía en cierto modo lo dicho ya en sus libros A la intemperie, La resistencia silenciosa y Estado y cultura), mientras que Ródenas se responsabiliza de las dos primeras partes del segundo bloque, que vuelve atrás con la intención de ilustrar todo lo dicho con juicios detallados sobre algunos “Autores y obras” especialmente significativas. Es entonces cuando se produce esa justa proporción de la que hablaba arriba, pues comienzan con el determinante (también desde el exilio) Juan Ramón Jiménez (que en la pág. 125 había quedado calificado por fin como el “mayor poeta del siglo XX”) y van atendiendo autores y títulos principales hasta llegar a 1975, tras la cual, ya completamente a cuatro manos, rinden demasiadas cuentas a la actualidad, y es ahí cuando se produce alguna asimetría, de modo que algunos narradores a los que nadie leerá dentro de veinte o treinta años se ven casi más glosados, por ejemplo, que Josep Pla, seguramente el mejor prosista español de ese periodo (y no sólo por su obra en catalán, que sería objeto de estudio de otra historia, de otro sistema).
Entre todo, y descendiendo a detalles, también he subrayado en mi ejemplar el moderado pitorreo con el que despachan ciertas vetas de la literatura new age de los primeros setenta (pp. 196-197) o que por fin alguien pueda proclamar “perfectamente razonable preferir a Carpentier, Rulfo, Monterroso o a Vargas Llosa” sobre Cela o Delibes (p. 6), quienes por otra parte no salen después nada mal parados de un libro que no se ensaña contra ningún escritor, y en donde se diría que el mayor correctivo que merecen algunos nombres es, sin más, el de ser omitidos (pero nadie está clamorosamente ausente). Además, uno podría preguntarse maliciosamente si es que Gracia y Ródenas están siempre de acuerdo, y existiría también la tentación de pensar que la lectura de este tomo casi sustituye no sólo la de la bibliografía exegética anterior, sino la de buena parte de las propias obras literarias comentadas, pero lo cierto es que ningún texto sustituirá nunca a otro, por bien resumido o diseccionado o evaluado que esté. Así que, aunque lo hagan tan bien, Gracia y Ródenas no están leyendo por todos nosotros sino que nos ofrecen la mejor síntesis general que conozco de la literatura española posterior a la guerra civil, un libro difícilmente superable, y nos demuestran que se necesitan varias vidas para leer todo lo que merece ser leído, algo que produce a la vez desasosiego, porque no habrá forma de ser exhaustivo, y alivio, porque nunca estaremos solos.

(Reseña publicada en Turia, nº 100 (noviembre de 2o11), pp. 417-420.)

jueves, 27 de octubre de 2011

'El intelectual melancólico', de Jordi Gracia



POR LO QUE PUEDA VENIR

El intelectual melancólico. Un panfleto
Jordi Gracia
Anagrama. Barcelona, 2011. 104 páginas.

En ese homenaje al sentido común titulado La flecha en el aire (Barcelona, Debate, 2o11), Ismael Grasa desconfía con razón del término “intelectual” (p. 46), y después defiende que "Paradójicamente […] el intelectual es a menudo una figura que acaba yendo contra los libros, porque en ellos ve reflejado su fracaso vital. Se traspasa al concepto de cierto antihéroe moderno, el hombre al que la cultura ha conducido a la indefinición, la amargura o el cinismo" (p. 91).
Son líneas que podrían leerse en este autodefinido “panfleto” con el que Jordi Gracia abre una nueva senda en su obra: siempre dentro del ensayo, de la crítica, pero con una vivacidad y una soltura a veces felizmente insolente que lo acercan al registro de sus reseñas de novedades literarias. Lo que leemos en estas cien páginas de arrebato no es en absoluto un análisis de la figura del intelectual, sino un retrato de ese aún no anciano pero ya crepuscular hombre de cultura que vaga decepcionado y resentido con el a su juicio insuficiente eco o aplauso que han recibido sus cosas, cuando hubiesen merecido mucho más clamor y permanencia en la memoria colectiva… (aunque, según acaba de observar Ernesto Schoo, la “única forma posible de inmortalidad” es “ingresar en el imaginario ciudadano”, y eso es algo casi inalcanzable para un escritor: en Mi Buenos Aires querido, Valencia, Pre-Textos, 2o11, p. 96).
No sé si Gracia estaba pensando en alguien concreto cuando escribió este menosprecio de la exaltación sistemática del pasado, esta decidida alabanza del futuro, pero no importa: es alguien que, educado en la España de los 50, desprecia Internet, irracionalmente convencido de que incluso eso era mejor antaño, y que lamenta el arrinconamiento de los clásicos griegos y latinos sin entender que casi todos aquellos escribieron lo que escribieron precisamente a favor de la curiosidad y la sabiduría activa y no nostálgica, para proclamar ese maravilloso "programa fundamental: hacer más feliz el presente" (p. 68).
Aunque Gracia también considera una desgracia el debilitamiento y desprotección social de las humanidades, creo que a veces peca de lo contrario de su intelectual melancólico y se muestra optimista en exceso con algunos artificios del futuro. No se puede negar que inevitablemente se van secando algunas fuentes, y aunque creo que lo que viene es siempre naturalmente mejor que lo que fue, y que el porvenir colectivo es siempre sinónimo de mejora e ilusión (el libro es, básicamente, una decidida refutación del “cualquiera tiempo pasado fue mejor”), el alejamiento de la tradición y de la naturaleza no deja de tener consecuencias preocupantes.
Pero el libro brilla también en la glosa a Steiner (pp. 30-35), en el modo en el que el autor incorpora las lecciones de las lecturas que se le cruzaron mientras redactaba lo suyo (las memorias de Tony Judt son más oportunas que el excelente libro de Roger Griffin, porque esta vez no estábamos hablando de fascismo), y, especialmente, al observar que “en la melancolía anida una impaciencia violenta y en ella crece una máquina de rencor contra el atropello del presente que padece el intelectual sensible” (p. 29).


[Ésta es la versión menos mala de la reseña aparecida ayer en Artes & Letras [Heraldo de Aragón], nº 354 (27 de octubre de 2o11), p. 3]

viernes, 14 de octubre de 2011

'Deshielo a mediodía', de Tomas Tranströmer




Deshielo a mediodía
Tomas Tranströmer

Traducción de Roberto Mascaró.
Nórdica Libros. Madrid, 2011. 218 páginas.

En su diarístico Autorretrato con radiador (Madrid, Árdora, 2oo6), el francés Christian Bobin, poco antes de comprender que "lo que encuentro es mil veces más bello que lo que busco" (p. 81), ha descubierto a un nuevo poeta, a quien no nombra, y se lanza a hacer un inventario muy íntimo: "Vamos a ver: ¿qué es lo que de verdad me trae al mundo, o mejor me vuelve a traer al mundo, ya que soy proclive a dejarlo continuamente?". Entre las únicas tres cosas que considera esa mañana de domingo, la menos melosa es "la lectura de un poeta sueco (una página, no más)". Por la tarde, en cambio, está ya del todo rendido tras haber continuado la lectura de esos versos: "Ya por dos veces me ha devuelto a la vida. Podría por lo menos, por cortesía, citar su nombre: Tomas (sin h) Tranströmer. Poeta sueco. La reseña dice que es psicólogo de profesión, que todavía vive, que en 1990 se volvió afásico. A veces uno de sus poemas viene a aletear a la altura de mis ojos, me da de comer con su pico y después se va, recuperado por la oscuridad de donde salía, de donde él saca su alimento –y por añadidura el mío" (pp. 49-50).
La segunda noticia llegó en abril de 2009, en una intervención del poeta chino Bei Dao en la Residencia de Estudiantes. Preguntado por los poetas contemporáneos que le interesaban, Dao afirmó que en verdad sólo admiraba entre los vivos al sueco Tranströmer. Fue entonces el momento de investigar y de enterarse de que en 1992 la editorial Hiperión había publicado la antología Para vivos y muertos, tres años después de su aparición en Suecia, y en versión de Roberto Mascaró y el zaragozano Francisco J. Uriz. Ese libro llevaba mucho tiempo agotado, así que hubo que recordar los cuatro poemas de Tranströmer que Uriz incluyó en Poesía Nórdica (Ediciones de la Torre, 1999), pero poco después se anunció que no quedaba mucho para que Nórdica Libros, tras el éxito de Entre luz y oscuridad de Harry Martinson, publicase una antología de la obra de aquel silencioso psicólogo poeta.
Ese libro se publicó en febrero de 2010 traducido por Mascaró y con el envidiable título de El cielo a medio hacer (que es también el de uno de los libros antologados), y, si bien en su día defendí en estas páginas que el libro de Martinson fue tal vez el mejor libro de poesía publicado en España a lo largo de 2009, no hay duda de que el de Tranströmer fue uno de los mejores de 2010, a pesar de ser lanzados ambos por una editorial no especializada en la publicación de versos (aunque sí es la más activa y tenaz en ese género entre todas esas editoriales todavía jóvenes pero ya imprescindibles que surgieron hace unos cinco años: han publicado ediciones ilustradas de Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, de La leyenda de Fatumeh del también sueco Gunnar Ekelöf y de Sin contar, una serie de miniaturas de W.G. Sebald que yo considero rotundamente poéticas).
Prologado con brillantez por Carlos Pardo, El cielo a medio hacer contenía un buen puñado de poemas extraordinarios (“Cara a cara”, “Llanura estival”, “Mayo tardío”, “Noche de diciembre ‘72”…) e incluía además, casi como apéndice, Visión de la memoria, el inacabado y estupendo libro de recuerdos del autor). Ahora, año y medio después, y de nuevo en versión en Mascaró (aunque esta vez en edición bilingüe), ve la luz Deshielo a mediodía, que recupera lo poco que quedó fuera en el anterior y completa, por tanto, la reunión de toda la poesía de Tranströmer en nuestro idioma. Tal vez, dado que su obra no es precisamente extensa, hubiese sido mejor publicarla entera desde el principio, en un solo volumen, y que cada lector hiciese su selección. De este modo, lo que tenemos ahora son dos libros parciales que recogen cronológicamente poemas de todos los títulos del poeta: en uno están los mejores y en el otro los demás, así que si aquél era un libro maravilloso, imprescindible en cualquier biblioteca de poesía, por pequeña que sea, éste se ha de conformar con ser “sólo” muy bueno.
La expectación y el apetito de más que produjo El cielo a medio hacer justifica la aparición de Deshielo a mediodía, que ha coincidido además con la feliz y justa concesión del Premio Nobel de literatura a Tranströmer la semana pasada. Existe, por tanto, el riesgo de que miles de curiosos que quieran acercarse al nuevo premiado comiencen por este libro más reciente y visible, aunque en él también van a encontrar páginas excelentes e intuiciones geniales, a veces en forma de haiku. Pero hay de todo: poemas sociales, poemas históricos, homenajes, poemas sobre arte, muchos sobre música, detalles surrealistas… Todo inspira movimiento, agitación, actividad, incluso las cosas inanimadas. Todo va cambiando, incluso el silencio. Todo está en tránsito, incluso la muerte. “Un puente es construido / lentamente: / derecho hacia el espacio” (p. 205).


(reseña publicada en 'Artes & Letras' ['Heraldo de Aragón'], nº 352 (13 de octubre de 2o11), p. 8)

viernes, 30 de septiembre de 2011

Islandia: dos veces lejos




Saga de Eirík el Rojo

Traducción de Enrique Bernárdez.
Ilustraciones de Fernando Vicente.
Nórdica Libros. Madrid, 2011. 88 páginas.

Tanto por lo que se refiere a lo temporal –el siglo XII– como a lo espacial –Islandia–, esta breve Saga de Eirík el Rojo llega hasta nosotros desde lo remoto, y, sin embargo, qué fácil entrar inmediatamente en su mundo y familiarizarse con su ritmo y su lenguaje. Buena parte del mérito de esto, tal vez más que nunca, hay que atribuirlo a la intermediación del infatigable Enrique Bernárdez, quien, aparte de lo que traduce de otros idiomas (Andersen…) y lo que escribe sobre lingüística y gramáticas germánicas, es el principal culpable de que las últimas generaciones de españoles hayamos podido enamorarnos de la literatura islandesa
Él ha vertido a nuestro idioma desde algunas de estas sagas fundacionales hasta La mujer de verde, el primero de los best sellers de Arnaldur Indridason (RBA), pasando por novelas de Halldór Laxness (El concierto de los peces, para Turner), Gudbergur Bergsson (Amor duro y La magia de la niñez para Tusquets o Tota y el dedo de papá y Tomas Jonsson para Alfaguara) o las versiones para Nórdica Libros del recientemente fallecido Thor Vilhjálmsson (Arde el musgo gris) y Sjón (El zorro ártico y Maravillas del crepúsculo).
Otros traductores nos han permitido acceder a más novelas de Laxness (el único Premio Nobel islandés, de quien Turner recuperó también la determinante Gente independiente) y de Bergsson (aún se puede encontrar la impactante El cisne, en Tusquets), a otras tres investigaciones policiacas de Indridason (Las marismas, La voz y El hombre del lago) o a 101 Réikiavik, de Hallgrímur Helgason (RBA, 2001), pero Islandia ha llegado hasta nosotros también a través de un imaginario construido por foráneos que fantaseaban con aquel lugar, a veces sin haberlo pisado nunca. Así, desde la primera novela de Victor Hugo (Han de Islandia, de 1823), el Viaje al centro de la tierra, de Jules Verne (1864) o Pescador de Islandia, de Pierre Loti (1886), hasta las recientes nouvelles Hotel Borg, del italiano Nicola Lecca (Pre-Textos, 2009) o Hildur, del catalán Toni Montesinos (Paréntesis, 2009), pasando por las inteligentes pero desganadas Cartas de Islandia de Auden (Alba, 2000).
Además, junto a los poemas de Jorge Luis Borges (“Qué dicha para todos los hombres, / Islandia de los mares, que existas”…) y el venezolano Eugenio Montejo (“Es este sol de mi país / que tanto quema / el que me hace soñar con sus inviernos […] Voy a plegar el mapa para acercarla”: “Islandia”, en Algunas palabras, 1976), hay que anotar otros menos conocidos en los que aquella isla parece concebirse como un horizonte inalcanzable y casi extraterrestre cuya simple existencia, el saber que de verdad está ahí, en algún lugar muy hacia el norte, aporta consuelo a la situación insatisfactoria desde la que se escribe: así “Islandia”, de Miguel Ángel Velasco (en La vida desatada, Pre-Textos, 2002), o, en nuestro contexto aragonés, el poema “Islandia” de Sylvia Solé (en Diacronía del miedo, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2007), aparte del violento final de ‘Amor mío’, de Manuel Vilas, en el que al hilo de algo muy diferente se aprovecha el dato de que Reykiavik es la capital de país más al norte del planeta (en Calor, Visor, 2008). Y, cambiando de formato, merece citarse también un proyecto del excelente fotógrafo zaragozano Jorge Fuembuena (www.jorgefuembuena.com).
Al margen de los Edda y las sagas (hay algunas disponibles en Espasa-Calpe, Alianza, Siruela o Miraguano, muchas traducidas por Bernárdez), la poesía islandesa no ha llegado con tanta fortuna hasta aquí, aunque hay que anotar los dieciocho poetas islandeses del siglo XX que Francisco J. Uriz incluyó en su voluminosa antología de Poesía Nórdica (Ediciones de la Torre, 1999), entre los que cabe destacar a Snorri Hjartarson, Stefán Hördur Grímsson, Steinunn Sigurdardóttir o Gyrdir Elíasson, a los que se unió Elísabet Jökulsdóttir cuando el mismo Uriz seleccionó cinco de sus poemas para El gol nuestro de cada día. Poemas sobre fútbol (Vaso Roto, 2010).
El caso es que dentro de muy pocos días la Feria de Fráncfort está dedicada a aquel pequeño país de lava y nieve, y este relato de las peripecias de Eirík el Rojo, bien ilustrado por Fernando Vicente, se presenta como el mejor modo de llegar a Islandia desde su principio, entrando por su literatura primitiva, tan hospitalaria y hermosa como la de otras tradiciones (hay pasajes que recuerdan inmediatamente al Antiguo Testamento o al Libro de las Maravillas de Marco Polo). Narra el descubrimiento y fundación de Groenlandia por parte de los vikingos, y lo hace con esa ingenuidad primaria, sabia y eficaz tan propia de los relatos orales, y con un sentido del humor que no se sabe bien si es deliberado o involuntario, pero que a veces forja situaciones enternecedoras o cruelmente desternillantes, como cuando Eirík decide bautizar lo que ha descubierto con el nombre de “Groenlandia, esto es, Tierra Verde, pues dijo que los hombres estarían más dispuestos a ir allá si la tierra tenía un buen nombre”: p. 15).

Juan Marqués

(publicado en Artes & Letras [Heraldo de Aragón], nº 350 (29 de septiembre de 2o11), pp. 4-5.)

miércoles, 8 de junio de 2011

'Las armas y las letras', de Andrés Trapiello




Nada termina nunca



Andrés Trapiello, Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), Barcelona, Destino, 2010-2011.


Por la misma razón por la que es mejor visitar una ciudad con calma que diez a toda prisa, sería mejor escribir y publicar un único libro bueno, importante, renovador, informativo..., que quince descuidados, mediocres, insulsos, olvidables... Mejor profundizar que acumular, y, en todo caso, si se comprende que no se puede aportar nada relevante, mejor pasar de largo. En este sentido, asombra la cantidad y variedad de libros necesarios que ha publicado hasta hoy Andrés Trapiello. Y si bien “necesario” es un adjetivo que habría que vetar a la hora de hablar de obras literarias, lo utilizo al repasar los casi dos metros que ocupan los lomos de sus libros en la estantería y comprobar que en ellos hay un número sorprendente de títulos que han supuesto verdaderos golpes de timón a la hora de entender algunos aspectos de nuestra historia literaria, o que han explorado los géneros de la intimidad y del yo con una audacia poco frecuente entre nosotros, o que han ido construyendo una obra poética de una solidez y emoción dignas del mayor aplauso, o que ofrecen novelas tan hermosas como Días y noches o Al morir don Quijote..., aparte de la necesidad de destacar lo mucho que Trapiello, como editor y tipógrafo, ha hecho también para que existan, y existan en la mejor forma posible, los libros de los demás.
Hace ahora un año que, en abril de 2010, llegó a las librerías la tercera edición, sustanciosamente revisada y aumentada, de Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), con una cubierta estupenda de Carlos García-Alix. Tras la versión inaugural de 1994, publicada por Planeta y merecedora del Premio Espejo de España, y la ya notable revisión de 2002 en Península, aparecía una tercera redacción que en estos doce meses de andadura ha vuelto a llamar la atención de la prensa, ha exhumado controversias antiguas y desatado algunas nuevas, y, sobre todo, ha convocado a miles de nuevos lectores, pues cuando escribo esto, en marzo de 2011, hace unas pocas semanas que se ha distribuido la cuarta reimpresión de esta última edición de Destino, con la circunstancia añadida de que cada una de estas tiradas incluye no sólo nuevas correcciones sino que añade material inédito y actualiza el estado de la cuestión, respondiendo incluso a reseñas de anteriores reimpresiones... Por poner algunos ejemplos ilustrativos, en la segunda refundición añadió, tras un reproche de Arcadi Espada, las palabras en las que Franco se proponía “desterrar hasta los últimos vestigios del espíritu de la Enciclopedia” (p. 14); hasta la tercera versión de esta tercera edición no se ha podido ver en la página 488 la sugerente foto de Manuel Azaña podando un seto en 1938; y la que es por el momento la última reimpresión interpola, entre otros textos, la necesaria ficha de José Castillejo (pp. 528-530), un fragmento de una reseña de 1955 en la que Tomás Segovia ponía serias objeciones a los “libros de combate” de Rafael Alberti (p. 506) o unas impresionantes y desesperadas palabras de 1958 en las que León Felipe, seguramente aturdido por el disgusto general, se declara “avergonzado” porque “Nosotros no nos llevamos la canción [...] De este lado nadie dijo la palabra justa y vibrante. Hay que confesarlo: de tanta sangre a cuestas, de tanto caminar, de tanto llanto y tanta injusticia... no brotó el poeta [...] Los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada... Vuestros son el salmo y la canción” (p. 560). Son palabras deprimidas y muy contestables, pues hay muchos argumentos para defender que la producción literaria, artística e intelectual de quienes con mayor o menor comodidad permanecieron en España es inferior a la que, a menudo desde la precariedad y el sobresalto, consiguieron sacar adelante los desterrados (muy especialmente a la altura de ese 1958, en el que, sin ir más lejos, murió en Puerto Rico Juan Ramón Jiménez), y de ese modo fueron éstos quienes prolongaron fuera de su país eso que se ha dado en llamar “Edad de Plata de la cultura española”, aunque no se pueda olvidar que en España vieron la luz las memorias de Pío Baroja o buena parte de lo mejor de la obra de Azorín o Josep Pla, a lo que se sumaría desde los años sesenta la obra, a menudo sobresaliente, de los jóvenes que no habían vivido la guerra o, por lo menos, no habían luchado en ella.
Las armas y las letras ha sido siempre un libro para aprender y discutir. Cualquiera obtendrá de él varios cientos de datos y referencias que no conocía y todos encontramos en sus páginas decenas de opiniones con las que debatir a gusto (las columnas de la página 233 merecen muchos más matices que aquellos con los que las enmarca el propio autor, quien por otra parte acierta al quererlas “mostrativas, en absoluto comparativas”). Es, bien leído, un libro limpio, no sólo desprejuiciado sino dirigido contra varios prejuicios de distinto signo, contra ciertos desajustes e injusticias que, sin embargo, resultaban muy cómodos para ordenar y disponer los prestigios literarios de cada cual a nuestro placer, según nuestras simpatías morales. Pero es también un libro de abierto y deliberado espíritu polémico, a menudo provocador, como casi todos los que han cambiado la perspectiva a la hora de interpretar la relación de los creadores con su tiempo, especialmente en momentos turbulentos y desafiantes, en situaciones en las que podían ser conscientes de que sus movimientos y palabras condicionarían el modo en que su obra sería recordada o revisitada en el futuro, momentos en los que debían demostrar quiénes eran como ciudadanos, al margen de quiénes hubieran sido o estuviesen siendo como artistas, escritores y personajes públicos (y, sin poder entrar aquí en detalles, complace comprobar cómo los más grandes –Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez...– fueron también quienes mostraron una actitud cívica más impecable y valiente). Así, sea cual sea el valor que cada lector conceda a las conclusiones y tesis del libro (y lo cierto es que, en general, ha sido un libro muy celebrado y aplaudido por lectores de muy diversas tendencias), nadie podrá negarle su mérito y el modo en el que ha calado en estos quince últimos años, pues muchas de las opiniones lanzadas en 1994 son ahora poco menos que un lugar común (entre ellas la agradecida revalorización de Ramón Gaya o la rotunda reivindicación de Manuel Chaves Nogales o Carlos Morla Lynch), a las que se une en esta edición la importancia concedida a las memorias de guerra de Clara Campoamor, publicadas en francés en 1937 e inéditas en castellano hasta 2002...
El arte es lo que cada cual hace con la realidad, o desde ella (“la realidad es sólo la base pero es la base”, dijo Wallace Stevens), y cada lector deberá decidir qué hacer con este texto en el que Trapiello, con más intenciones históricas que artísticas, como exige el género abordado y aconseja el tema expuesto, trata, en fin, de mostrar y casi clasificar la realidad concreta y casi siempre verificable del comportamiento de los intelectuales españoles entre 1936 y 1939, con referencias a lo sucedido y opinado antes, durante la República, y lo que les ocurrió después, bajo el franquismo o en el exilio o ya en ninguna parte. Como decía arriba, somos muchos los que ya en 1994 nos rendimos ante buena parte de las afirmaciones leídas aquí, que ahora se ven además acompañadas por una buena cantidad de material documental añadido. El archivo fotográfico incluido es francamente abrumador, imponente, y supone, entre muchas otras cosas sustanciosas, un verdadero catálogo bibliográfico de aquellos años de guerra, mientras que la sucinta “Cronología general de la guerra civil española” (pp. 601-620) también ha sido revisada (y servirá sobre todo para lectores extranjeros, pues de momento este libro ya se ha visto vertido al francés). El nuevo prólogo, por su parte, quiere espantar cualquier posibilidad de que el libro sea objeto de sospecha desde el punto de vista de la historiografía más seria: “Entre los defectos que se le han achacado a esta obra, muchos de ellos seguramente incontestables, hay uno injusto: el de creer que su autor ha tratado de mantenerse en esa equidistancia que ha ido ganando terreno últimamente: la de pensar que en la guerra todos fueron iguales, y que tanto un bando como otro, hermanados por las tropelías, venían a ser poco más o menos lo mismo” (pp. 13-14). Quien siga leyendo a partir de esas páginas primeras podrá comprobarlo y, en todo caso, la equidistancia es buena como punto de salida, como predisposición, pero no como meta, como conclusión, pues cualquiera que comience a conocer lo que sucedió en España en los años treinta difícilmente podrá mantenerse imparcial tras asumir las primeras certezas, tras conocer los primeros documentos.
Sea como sea, y como ha explicado Trapiello en otros lugares, “el pasado se construye día a día”: siguen y seguirán apareciendo testimonios y estudios que amplíen nuestra perspectiva sobre la guerra civil, que aporten su milímetro a ese mapa de escala 1:1 que, según una broma del autor, se diría que se quiere dibujar sobre aquel conflicto. Estos días, entre otras muchas novedades bibliográficas, la editorial Pre-Textos saca a la luz los diarios del poeta Juan Bernier, inéditos hasta hoy, o la Residencia de Estudiantes publica Tuan Nyamok, memorias de Julián de Zulueta (y en ellas datos jugosos sobre los movimientos de su padre, Luis de Zulueta, embajador de España en el Vaticano, o un recuerdo de Pío Baroja, refugiado en la Casa de España de París)... La crónica colectiva continúa creciendo, el pasado se va desenterrando, y futuras ediciones de ese work in progress que es Las armas y las letras deberán recoger estas y otras referencias.
Hace unos años, ante la avalancha de nuevos libros sobre el tema (y ante la indecencia de los escritores neofranquistas y “revisionistas”), un poeta mexicano decía que nuestra guerra civil era la historia interminable. No es que no haya acabado, por supuesto, pero sigue mostrándose, su recuerdo sigue vivo y algunas de sus turbulencias ocupan a diario páginas en los periódicos de hoy. Trapiello ha apostado públicamente por desenterrar los cadáveres de las cunetas y deshacer los símbolos totalitarios, como pasos necesarios para la normalización en el modo de gestionar nuestro pasado común y para llegar definitivamente a una “reconciliación” general y sensata, al enterramiento definitivo de las armas. Pero las letras, mientras tanto, seguirán por su camino, y ése sí es felizmente inagotable, irresoluble, imprevisible.

(Reseña publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 731 (mayo de 2o11), pp. 118-122.)

miércoles, 18 de mayo de 2011

'La señal y otros relatos', de Vsévolod Garshin




El propio cuerpo


Vsévolod Garshin, La señal y otros relatos, Contraseña, Zaragoza, 2010.
Trad. de Sara Gutiérrez. Prólogo de José-Carlos Mainer



En uno de los artículos de Agustín de Foxá que Jordi Amat acaba de seleccionar para Nostalgia, intimidad y aristocracia (Fundación Banco Santander, 2010, pp. 315-317), el falangista madrileño visita en 1942 la casa del pintor Iliá Yemifovich Repin y contempla algunas de sus obras. Tal vez entre ellas todavía estaba el impactante retrato que Repin dedicó en 1884 al escritor ucraniano Vsévolod Garshin (1855-1888), cuadro con el que José-Carlos Mainer comienza ahora su presentación de aquel escritor ucraniano, casi desconocido entre nosotros.
Los nueve cuentos que la editorial zaragozana Contraseña ha reunido en La señal y otros relatos son extraordinariamente buenos, una revelación. Fueron escritos entre 1877 y 1887, un año antes de que su joven y atormentado autor se suicidase, y, al parecer, constituyen lo mejor de una producción literaria tan exigua como inmensa, una obra que fue valorada y aplaudida desde el principio y admirada por autores tan exigentes como Tolstói o Turguénev (a cuya memoria está dedicado el cuento “La flor roja”, uno de los más desasosegantes y uno de los que más nítidamente termina “mal pero bien”, algo muy característico de Garshin). De hecho, el tono de este escritor rebosa una piedad que, como apunta y explica Mainer, recuerda mucho a la que por aquel tiempo aplicaba Tolstói a sus narraciones, pues lanza siempre una mirada compasiva –o cuando menos comprensiva– sobre sus desamparados y vulnerables personajes.
El tono de Garshin es más amargo, más desgarrado, a veces más sórdido y siniestro, pero consigue una extraña mezcla de pesimismo y esperanza, de sufrimiento y consuelo, y se manifiesta una tristeza ante el mundo y sus agresiones que no apaga la instintiva alegría ante la vida. Los cuentos están protagonizados por suicidas, enajenados, soldados agonizantes, prostitutas alcohólicas, ingenieros corruptos, artistas en crisis o ciudadanos vacíos y traumatizados inaugurando la modernidad. Pero lo que cabe destacar por encima de todo es la verdad con la que Garshin, que había luchado como voluntario en una de las guerras rusas contra los turcos, expresa su profundo antibelicismo, con una actitud ya no sólo pacifista sino antimilitarista. Baste como ejemplo una cita, tan sencilla como sublime, del cuento “El cobarde”: “Yo soy un joven tranquilo, de buen corazón, que hasta ahora sólo conocía sus libros, el aula, la familia y unas cuantas personas cercanas, que piensa en comenzar su propio trabajo dentro de uno o dos años, una tarea de amor y verdad; yo, al fin, acostumbrado a observar el mundo objetivamente, acostumbrado a ponerlo delante de mí, que pienso que en todas partes sé ver el mal existente y por lo tanto huyo de ese mal, veo todo mi edificio de tranquilidad derrumbado [...]. Y ningún progreso, ningún conocimiento propio ni del mundo, ninguna libertad espiritual me darán la triste libertad física, la libertad de disponer del propio cuerpo”.


(Reseña publicada en el suplemento 'Artes & Letras' de Heraldo de Aragón, nº 320 (30 de diciembre de 2010), pp. 4-5.)

lunes, 7 de marzo de 2011

'El gol nuestro de cada día', de Francisco J. Uriz (ed.)




VERSOS EN EL MARCADOR

(Francisco J. Uriz (seleccionador), El gol nuestro de cada día. Poemas sobre fútbol, Vaso Roto. Madrid, 2o10.


“El fútbol es poesía colectiva”, afirmó el filósofo y político francés Edgar Morin, y lo hizo con una rotundidad no frecuente entre los intelectuales, ya que por lo general ha existido cierto desencuentro, o por lo menos cautela, entre arte y deporte, como si ambos modos de intentar entender y ordenar la vida no pudiesen conjugarse ni producir grandes resultados. Pero el tiempo pasa, los prejuicios se disuelven y hoy pocos defenderían que emocionarse o aun enloquecer con el deporte es incompatible con la creación o con la sensibilidad, por ensimismada o contemplativa que ésta pueda ser. Pero la cita habla específicamente de fútbol y de poesía, y ahí sí que parecía haber un vacío, una distancia tradicionalmente insalvable. Existen ya numerosas recopilaciones de cuentos y artículos sobre fútbol escritos por narradores sobresalientes, y aunque el balompié parece presentar más problemas a la hora de verse transformado en verso, he aquí un libro que demuestra que no hay asunto intraducible a poema.
Bajo este nuevo título de El gol nuestro de cada día. Poemas sobre fútbol, el poeta y traductor zaragozano Francisco J. Uriz ofrece una reedición considerablemente ampliada de Poesía a patadas. Antología de poesía futbolera, pequeño volumen no venal que se publicó en Córdoba en 2oo9 con el sello del festival de poesía Cosmopoética. Mejor editada ha salido ahora esta edición de Vaso Roto, en la que Uriz mantiene su curiosa pero oportuna estructura de partido: un “Primer tiempo” donde el fútbol es un pretexto para la nostalgia de la infancia, la implicación social o la “expresión de la felicidad”; un “Descanso” dedicado a la tragicómica y existencialista figura del árbitro; un “Segundo tiempo” de curiosidades y homenajes pindáricos a jugadores; un “Tiempo de descuento” donde se pretendía recoger poemas contra el fútbol (aunque también figuran los que se incorporaron en el último momento, sin tiempo para ser colocados en el lugar adecuado) y un “Pitido final” que es en realidad una broma, la última de un volumen que contiene muchas (firmadas por Miguel d’Ors –entre lo metafísico y lo chusco–, Juan Bonilla –entre la épica y la ironía– o el noruego Jan Erik Vold) porque su carácter y tono las permite. Tras ello vienen un “Epílogo” y unos “Comentarios” donde el antólogo proporciona informaciones relevantes para comprender, respectivamente, el orden de los textos y sus alusiones.
Tratándose de un trabajo de recopilación de Uriz, abundan, como cabía prever, los nórdicos y los aragoneses. Entre los primeros figuran el genial danés Henrik Nordbrandt (cuyas esperadísimas memorias publicará Vaso Roto en 2o12), el finlandés Claes Andersson (de quien Uriz tradujo, también para Cosmopoética, una antología impactante titulada Los estragos del tiempo), los suecos Bengt Cidden Andersson, Ida Linde y Lars Forssell, o la islandesa Elísabet Jökulsdóttir (quien acierta a ver que, tras el gol, el balón se mueve en las mallas de la portería “como una trucha coleteando en la red” del pescador); y entre los segundos, aparte de un prólogo verdaderamente magnífico de Miguel Pardeza –nunca un onubense fue tan zaragozano– y alguna traducción de Ángel Guinda, encontramos un inédito de David Mayor, un poema mundialista de Ignacio Escuín Borao rescatado de su estupendo libro Americana, varios textos del propio Uriz (que en 2oo2 dedicó íntegramente al fútbol su poemario Un rectángulo de hierba) o incluso una letra de Joaquín Carbonell (dentro de una subsección de canciones e himnos que constituye lo más discutible del libro, pues casi ninguno de esos textos supera la difícil prueba de la transcripción al papel). Pero también hay muchos hispanoamericanos (y además varios brasileños, lo cual es natural, tratándose de manejar el balón), y destaca también la plantilla andaluza (José María Pemán, Leopoldo de Luis, Joaquín Sabina, Luis García Montero, Luis Muñoz, Elena Medel, el citado Bonilla...).
Hay además textos de Umberto Saba, Gerardo Diego, Nicanor Parra y Seamus Heaney (que suponen las incorporaciones más sustanciosas con respecto a la primera edición), y también de Blanca Varela, Günter Grass o Mario Benedetti, pero yo quiero destacar al chileno Claudio Bertoni, que con el titulado “Desde la ventanilla del bus” aporta el que es, en mi opinión, el mejor y más sorprendente poema del libro, el gran hallazgo, pues que una vaca sea un gol demuestra hasta dónde puede llegar el poder transformador de la poesía:

"Veo unas vacas
en una cancha de fútbol

dos pasan
rozando un palo

la tercera
es gol”


(Reseña publicada en el suplemento 'Artes y Letras' de Heraldo de Aragón, nº 312 (4 de noviembre de 2o10), p. 3.)

jueves, 3 de marzo de 2011

'A la intemperie', de Jordi Gracia




(Jordi Gracia, A la intemperie. Exilio y cultura en España, Barcelona, Anagrama, 2o10).


No se puede ser historiador sin ser curioso, y Jordi Gracia es una de esas personas que quieren saberlo todo, uno de esos investigadores incansables que agotan sus objetos de estudio mucho antes de agotarse ellos mismos, y uno de esos escritores que consiguen transmitir a los lectores la pasión con la que han acometido su trabajo. Así, poco a poco pero también muy rápido, va perfilando el mapa de un territorio, el panorama intelectual del franquismo, en el que cada día, con cada lectura o cada dato, se mueve con más comodidad, seguridad y perspectiva. Y a la vez, paralelamente, sus textos y su estilo, tan reconocible, van convirtiéndole en dueño de un espacio algo extraño y ya muy suyo, entre la divulgación y la erudición.
Recapitulemos: en la primavera de 2004 salió a la luz La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, y ése fue y es y seguirá siendo un libro verdaderamente importante, un golpe de timón a varios debates y un portazo definitivo a ciertos prejuicios enquistados en el entusiasta y olvidadizo imaginario democrático. Después llegó una ampliación de Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, 1940-1962 (texto procedente de su tesis doctoral) y dedicó muchos años, esfuerzos y páginas a dejar prácticamente resuelto todo lo referente a la fascinante figura de Dionisio Ridruejo (y el balance ha dejado, aparte de varios artículos en Letras Libres o Turia..., un festín compuesto por una nueva y muy sustanciosa edición de Escrito en España, una propuesta de ordenación de algunos Materiales para una biografía, esa propia biografía –que se tituló La vida rescatada de Dionisio Ridruejo– y, especialmente revelador, El valor de la disidencia, un epistolario sorprendente, caudaloso y a menudo desolador que merece una lectura mucho más atenta y honda que la que me temo que se le dedicó en su día y desde entonces, pues supone un impagable retrato intelectual del franquismo, un testimonio polifónico único de las noblezas y miserias de cada uno a lo largo del tiempo, y –por utilizar una broma que José-Carlos Mainer aplicó a otro asunto– una suerte de particular juicio de Núremberg en el que Gracia, como buen historiador, no ejerce tanto de juez como de astuto fiscal, exponiendo las cartas y dejando que sean los lectores quienes saquen las principales conclusiones. Además, y aparte de ejercer casi semanalmente el escrutinio crítico de novedades literarias, Gracia ha ofrecido ediciones de escritores tan dispares como Mauricio Bacarisse, Alfonso Reyes y Pere Gimferrer, y ha coordinado numerosas publicaciones colectivas y recopilado voluminosos ejemplos del mejor ensayismo español e hispanoamericano, a menudo con la complicidad de su amigo Domingo Ródenas de Moya (ellos dos inauguraron, por ejemplo, la colección 'Epístola' de las Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, con la feliz edición de Epistolario, 1919-1939 y cuadernos íntimos de Benjamín Jarnés, y mientras escribo esta reseña se anuncia la publicación de su tomo para la Historia de la literatura española que está coordinando Mainer, en la que ellos se las verán nada menos que con el ingobernable ‘Siglo XX. 1939-2010’...).
Ahora, este A la intemperie. Exilio y cultura en España aborda el destierro de los intelectuales y creadores españoles tras 1936 o 1939, y lo hace desde varios puntos de vista y sin quedarse en la primera posguerra o en el alto franquismo (esos años monstruosos entre 1939 y 1952 que Gracia ha llamado el “quindenio negro”), sino reflexionando sobre cómo fue cambiando la situación (y la situación individual de varios nombres concretos analizados en detalle y a través de sus textos y cartas) a lo largo de las décadas y, especialmente, analizando con notable brillantez lo que supuso regresar o no a España, y cómo las implicaciones que tenía esa dramática disyuntiva también fueron, como todo, modificándose.
La tesis de la que parte el libro no es exactamente novedosa, pero está expresada de un modo claro y sensato: no hay duda de que el exilio es una experiencia profundamente trágica, mutiladora e indeseable, pero a veces ha constituido un mal menor en comparación con la situación en la que quedan los que permanecen en una patria ya irreconocible, destruida o ajena (pues, en nuestro caso, “los amordazados y maltratados, los acosados y envilecidos, son los españoles derrotados del interior”: p. 80); que en determinadas circunstancias la huida, forzosa o voluntaria, supone no sólo la conservación de la vida o de la libertad sino una nueva oportunidad, un crecimiento, un estímulo para recomenzar y prosperar (y que eso ha sido así muy especialmente en el caso de las mujeres, algo que no apunta Gracia pero que ha explicado alguna vez muy bien Biruté Ciplijauskaité al hilo de Zenobia Camprubí); que “tanto el exilio como el interior construyen con sus miedos y por sus propios medios la urdimbre que hará posible la fragua de una vida mejor, más libre y más digna” (p. 104); y que, en cualquier caso, “esa experiencia carece de regreso aunque se vuelva” (p. 111) o bien que “el regreso reveló la naturaleza ilusa, esencialmente frustrante, del deseo de volver” (p. 112).
Gracia explica que “quienes vivieron menos dramáticamente la derrota política encontraron también más pronto las vías de reintegración vital” (p. 30). Hubo personas, en efecto, a las que la diáspora destrozó inmediatamente o consumió con lentitud cruel, pero otros, los más jóvenes, o los más emprendedores, o los menos traumatizados por daños cercanos, o quienes no dejaban gente en España en situación de peligro, o quienes no habían tenido suerte laboral o económica antes de la guerra..., pudieron sobreponerse y reaccionar. Esto vale también para los intelectuales y los artistas, y, aunque cada caso ilustra una experiencia sustancialmente distinta, parece convincente la rotundidad con la que Pedro Salinas escribe a Guillermo de Torre en 1941 que “Nosotros estamos mucho mejor, mil veces mejor. Haremos o no haremos, pero tenemos lo esencial, libertad de hacer” (p. 133).
Para ilustrar todo ello Gracia recurre, entre muchos ejemplos, a la peripecia de Rafael Lapesa y su cometido de proteger los archivos del Centro de Estudios Históricos (pp. 41-44), la de Adolfo Salazar (quien escribe a Ernesto Halffter que “para eso han hecho la guerra y han muerto dos millones de españoles: para que los inútiles, los mediocres y los bribones pasen a primer plano”: p. 46), al refugio que supuso la creación de El Colegio de México (pp. 67-68) o a la estabilidad de Luis Buñuel (cuya ausencia de España es bastante más suave o, desde luego, diferente a la de algunos amigos a quienes vio alguna vez en México, como José Moreno Villa: p. 100). En cuanto a Ortega y Gasset, por recoger un caso especialmente controvertido, por fin Gracia puede permitirse afirmar que “lo que eran conjeturas e interpretaciones a partir de indicios, es ya nada más que la certeza de que el mal menor, durante la guerra, Ortega lo encontró en el bando sublevado, y privadamente se colocó entre los que celebraron la derrota de la República y la victoria de Franco” (p. 61). Después, y aunque el temprano regreso de alguien tan influyente como Ortega a España supuso una de las primeras decepciones graves entre los desterrados, el diagnóstico ha de cambiar, pues “Lo que fue visto desde el exilio como traición política e ideológica se entendió de otro modo desde el interior: quizá su obra estaba por encima de su figura, pero lo que es seguro es que de su boca no se oirían alabanzas del régimen ni declaraciones favorables después de 1947, ni su conducta pondría en duda su marginación del sistema” (p. 119).
El regreso de Ortega, por tanto, puede ser considerado como paradigmático de la segunda lección de A la intemperie, que es la que proporciona al libro lo que tiene de rompehielos: “a lo largo de los años cincuenta empieza a desvanecerse el sentimiento de culpa por colaborar con los vencidos del interior [...] Colaborar con los españoles que resisten dentro no es ya colaborar con el franquismo, o ha dejado de ser eso para convertirse en un instrumento insustituible, primordial, de construcción ética e intelectual del futuro” (p. 84). Volver a escribir en revistas publicadas en España –y, por tanto, vigiladas y censuradas– no fue oportunismo sino que pasó en muchos casos a engrosar la red de estrategias para terminar con la dictadura o, por lo menos, para comenzar la construcción de algo diferente, primero con tímidas señales de humo y después con una audacia que en algunos casos fue castigada. Y lo mismo se puede decir de los primeros regresos que ya no constituían claudicaciones sino valientes pasos adelante. Así, “el exilio que quiso regresar, física o figuradamente, tuvo que vencer en todos los casos, y como tantos españoles del interior que modificaron sus actitudes, el sentimiento de quedar excluido o de abandonar una causa colectiva. Pero sólo escogían e interpretaban su papel con libertad de conciencia y con asunción de sus consecuencias, y tanto los exiliados como los regresados suman sus bienes para restituir alguna forma de libertad dentro del franquismo” (p. 127). Es decir, que no volvían para someterse sino para lo contrario. Si algunos, como Jarnés, volvieron deshechos, enajenados y sin fuerzas para seguir luchando, y si otros, como Juan Ramón Jiménez, supieron desde el principio que no regresarían a España mientras la gobernase Franco, hubo quienes ya desde fuera habían trabajado por la dignidad y el futuro de su país, y decidieron volver para seguir descongelando el sistema desde dentro con gestos y revistas. No bastaba con volver de visita (como Max Aub, el propio Buñuel o Manuel Altolaguirre), o no se podía sólo volver clandestinamente para pelear desde la conspiración política más cruda (como Jorge Semprún), sino que hubo quien, moderadamente, pudo instalarse para dar testimonio no de normalidad, que no la había, sino de la posibilidad cada vez más cierta de escribir desde España a favor de la democracia y de los valores derrotados en 1939. Tal fue, aunque breve, el caso de Alberto Jiménez Fraud, que es, por cierto, una de las ausencias de un libro que, en todo caso, no tiene afán de exhaustividad sino de muestra, y es, desde ese punto de vista, ejemplar. No sólo contribuye a demostrar que eso que venimos llamando “Edad de Plata” (etiqueta que, como todas, simplifica, pero que es eficaz y justa) tuvo una prolongación intelectual y creativa entre los españoles expulsados, sino que, simétricamente, insiste en que no todo tuvo que esperar hasta el 20 de noviembre de 1975. Nunca había dejado de lucharse por recuperar todo lo perdido en 1939, y se lograron grandes conquistas y avances que, si bien no terminaron con el régimen, prepararon a varias generaciones para vivir, por fin, liberados de él.

(Reseña publicada en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, nº 77 (julio 2010), pp. 112-114).

lunes, 28 de febrero de 2011

La pirueta, de Eduardo Halfon




Bajo la superficie de las cosas

(Eduardo Halfon, La pirueta, Valencia, Pre-Textos, 2010.)


Hay novelas que impulsan al lector entusiasta a ponerse a escribir novelas, que consiguen que a uno –por más que carezca de imaginación o de perspectiva narrativa– le apetezca intentarlo, y que incluso parezca fácil. Esto último, lejos de ser un defecto, es una de las grandes conquistas de la mejor narrativa reciente, siempre que no implique superficialidad, desgana o impaciencia por terminar cuanto antes y de cualquier manera. Entendámonos: al margen de esa detestable moda actual de los microcuentos (que a menudo constituye el género literario favorito de la gente a la que no le gusta leer), y del escaso alcance de algunas nouvelles que tal vez no son malas pero sí inanes (y pienso muy particularmente en algunas que llegan desde Francia), existe una nueva novela breve que lo es no por simpleza sino por voluntad de sugerencia, de insinuación, de aprovechar las mejores lecciones del cuento e incluso del poema. Son narradores que confían en la inteligencia de sus lectores y por tanto no les preocupa que éstos trabajen un poco; al contrario: buscan para ellos un lugar en la narración y en lo que queda fuera de ella, y pretenden que no sean simples testigos pasivos y perezosos que asisten a las anécdotas y confidencias intrascendentes de un narrador complaciente (sobre todo consigo mismo).
En este sentido, el guatemalteco Eduardo Halfon da con La pirueta un verdadero salto a la lista de los narradores dignos de ser tenidos en cuenta. Si ya con su penúltimo libro, El boxeador polaco, daba una clase magistral sobre hasta dónde puede llegar un cuento (especialmente con el magnífico “Twaineando”), en esta novela (que parte, por cierto, de uno de los relatos de aquel libro) consigue y ofrece un texto de lectura aparentemente fácil y aun ligera, pero en la que no resulta nada sencillo acceder a su sentido último. El autor deja sueltos todos los cabos que quiere dejar sin resolver, y ésos son, al final, casi todos, o por lo menos casi todos los que parecían relevantes, aquellos que justificaban y sostenían la narración. Tras muchas insinuaciones que a veces actúan como sobreentendidos, casi nada se cierra, pocas cosas se explican..., pero Halfon también logra que eso no importe demasiado y que la lectura se disfrute más y no termine tras el punto final, algo que agradecerán los lectores más exigentes y activos.
A cambio, otros lectores quedarán tal vez decepcionados por el final, pero en mi opinión supone un desasosegante “viaje al fin de la noche” que se emparenta bien con lo mejor de esa última narrativa, por lo que tiene de epifanía inquietante, de misterio desenfocado, de dejar al lector con la obligación de pensar, de completar, tal vez de volver atrás..., y dejarlo también con apetito de más, positivamente insatisfecho. Es, por otro lado, un desenlace honesto, en el que el autor, a través de un extraño descensus ad inferos, deja de buscar a esa persona a la que nunca sabemos exactamente para qué busca y se deja llevar por una situación desconcertante, inesperada, tal vez peligrosa pero estimulante, onírica, en línea con las obsesiones que se han confesado en algunos de los primeros compases de la novela. Y es, de paso, un cierre en el que literalmente se exploran las profundidades, lo que subyace, algo con lo que quizá el autor también pretenda lanzarnos un aviso sobre las intenciones de lo que está escribiendo, distanciándose de lo plano y lo anecdótico.
Aparte de ser una novela sobre la búsqueda, y sobre la obsesión, y sobre la música, y sobre los gitanos, y sobre Belgrado tras la guerra, y sobre el regreso a los orígenes (pero a los orígenes comunes, primarios, no a los individuales)..., La pirueta es también una odisea urbana en una ciudad desconocida y más bien hostil (con algún breve –y no sé si irónico– descanso bucólico) protagonizada por los cuerpos que se enlazan, por el dinero, por el tabaco, por el alcohol..., pero no por la violencia, que sólo aparece de forma muy oblicua o, mejor, tácita (esos neonazis, al final, o esos intimidantes policías de la aduana serbia...). Y, sin embargo, es cualquier cosa menos una muestra de eso que se viene llamando “novela sucia”. Al contrario, es plácida cuando quiere serlo y la presencia de la música, libérrima y liberadora, ayuda a dotar al libro de alma, de pulpa vital, de tejido.
Por fin, por otra parte, alguien entiende que aprovecharse de los descubrimientos y conquistas narrativas de Roberto Bolaño pasa necesariamente por no tratar de imitarlas (otro excelente ejemplo de este 2010 sería Zumbido, la primera novela del colombiano Juan Sebastián Cárdenas), y aunque a veces se cuelan afirmaciones que pueden tener algo de caprichoso o poco meditado (“Me parece imposible, aun inverosímil, no enamorarse de alguien que se llama Lía y que además vuelve de un viaje con el pubis tersamente rasurado”, se sentencia, como primer ejemplo, en la página 21), el tono general es muy alto, continuamente digno de aplauso. Quizás este narrador sólo falla un poco, curiosamente, cuando intenta “ponerse poeta”, aunque también logra alcanzar intuiciones deslumbrantes en ese sentido. Pero es sobre todo un experto insuperable en narrar lo que sucede cuando no sucede absolutamente nada, cuando únicamente pasea, observa, come y fuma (ver, por ejemplo, las magníficas páginas 107-111).
La tercera parte es un verdadero banquete de veintiocho páginas, y contiene los momentos más elevados e inspirados del conjunto. Le da verdadera amplitud lírica, nos ayuda a situarnos en el desarrollo temporal de los acontecimientos, transportándonos juguetonamente de aquí a allá, sirve para perfilar mucho mejor a los tres personajes principales (el narrador –Eduardo–, Lía y el desarraigado y escurridizo pianista Milan) y supone un descanso estratégico entre el planteamiento de la novela y su hipnótica propuesta de desenlace.
Es, en fin, una novela muy viva, muy libre, muy desatada, vibrante a pesar de la moderada apatía del protagonista-narrador. La historia, sin que se sepa muy bien cómo ni por qué, atrapa desde el primer momento y ya no te suelta hasta el último párrafo, curiosamente cuando el protagonista es, también, extrañamente atrapado...
Tal vez en alguna de las futuras narraciones de Eduardo Halfon se recupere alguno de los asuntos que La pirueta deja pendientes, pero es de temer que, aun siendo así, esa nueva obra abrirá a su vez otros varios caminos, pero no para extraviar o despistar al lector, sino para expresar la voluptuosa certeza de que se puede escribir una buena novela sobre cualquier cosa si uno tiene el espíritu adecuado, la suficiente curiosidad y la capacidad de observación necesaria. En un mundo tan amplio y narrativamente ingobernable como el de nuestro tiempo, lo que Eduardo Halfon y su personaje focalizan, por pequeño o cotidiano que sea, tiene, casi por definición, significados infinitos y cambiantes. El interés, la atención y las ganas de disfrutar con que tanto narrador como protagonista se sumergen en la novela y en lo que ésta va descubriendo suponen no sólo una lección de literatura, sino de algo más importante, y revelan una actitud envidiable ante el siempre confuso presente.

(publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 725 (noviembre de 2o10), pp. 147-150.