lunes, 28 de febrero de 2011

La pirueta, de Eduardo Halfon




Bajo la superficie de las cosas

(Eduardo Halfon, La pirueta, Valencia, Pre-Textos, 2010.)


Hay novelas que impulsan al lector entusiasta a ponerse a escribir novelas, que consiguen que a uno –por más que carezca de imaginación o de perspectiva narrativa– le apetezca intentarlo, y que incluso parezca fácil. Esto último, lejos de ser un defecto, es una de las grandes conquistas de la mejor narrativa reciente, siempre que no implique superficialidad, desgana o impaciencia por terminar cuanto antes y de cualquier manera. Entendámonos: al margen de esa detestable moda actual de los microcuentos (que a menudo constituye el género literario favorito de la gente a la que no le gusta leer), y del escaso alcance de algunas nouvelles que tal vez no son malas pero sí inanes (y pienso muy particularmente en algunas que llegan desde Francia), existe una nueva novela breve que lo es no por simpleza sino por voluntad de sugerencia, de insinuación, de aprovechar las mejores lecciones del cuento e incluso del poema. Son narradores que confían en la inteligencia de sus lectores y por tanto no les preocupa que éstos trabajen un poco; al contrario: buscan para ellos un lugar en la narración y en lo que queda fuera de ella, y pretenden que no sean simples testigos pasivos y perezosos que asisten a las anécdotas y confidencias intrascendentes de un narrador complaciente (sobre todo consigo mismo).
En este sentido, el guatemalteco Eduardo Halfon da con La pirueta un verdadero salto a la lista de los narradores dignos de ser tenidos en cuenta. Si ya con su penúltimo libro, El boxeador polaco, daba una clase magistral sobre hasta dónde puede llegar un cuento (especialmente con el magnífico “Twaineando”), en esta novela (que parte, por cierto, de uno de los relatos de aquel libro) consigue y ofrece un texto de lectura aparentemente fácil y aun ligera, pero en la que no resulta nada sencillo acceder a su sentido último. El autor deja sueltos todos los cabos que quiere dejar sin resolver, y ésos son, al final, casi todos, o por lo menos casi todos los que parecían relevantes, aquellos que justificaban y sostenían la narración. Tras muchas insinuaciones que a veces actúan como sobreentendidos, casi nada se cierra, pocas cosas se explican..., pero Halfon también logra que eso no importe demasiado y que la lectura se disfrute más y no termine tras el punto final, algo que agradecerán los lectores más exigentes y activos.
A cambio, otros lectores quedarán tal vez decepcionados por el final, pero en mi opinión supone un desasosegante “viaje al fin de la noche” que se emparenta bien con lo mejor de esa última narrativa, por lo que tiene de epifanía inquietante, de misterio desenfocado, de dejar al lector con la obligación de pensar, de completar, tal vez de volver atrás..., y dejarlo también con apetito de más, positivamente insatisfecho. Es, por otro lado, un desenlace honesto, en el que el autor, a través de un extraño descensus ad inferos, deja de buscar a esa persona a la que nunca sabemos exactamente para qué busca y se deja llevar por una situación desconcertante, inesperada, tal vez peligrosa pero estimulante, onírica, en línea con las obsesiones que se han confesado en algunos de los primeros compases de la novela. Y es, de paso, un cierre en el que literalmente se exploran las profundidades, lo que subyace, algo con lo que quizá el autor también pretenda lanzarnos un aviso sobre las intenciones de lo que está escribiendo, distanciándose de lo plano y lo anecdótico.
Aparte de ser una novela sobre la búsqueda, y sobre la obsesión, y sobre la música, y sobre los gitanos, y sobre Belgrado tras la guerra, y sobre el regreso a los orígenes (pero a los orígenes comunes, primarios, no a los individuales)..., La pirueta es también una odisea urbana en una ciudad desconocida y más bien hostil (con algún breve –y no sé si irónico– descanso bucólico) protagonizada por los cuerpos que se enlazan, por el dinero, por el tabaco, por el alcohol..., pero no por la violencia, que sólo aparece de forma muy oblicua o, mejor, tácita (esos neonazis, al final, o esos intimidantes policías de la aduana serbia...). Y, sin embargo, es cualquier cosa menos una muestra de eso que se viene llamando “novela sucia”. Al contrario, es plácida cuando quiere serlo y la presencia de la música, libérrima y liberadora, ayuda a dotar al libro de alma, de pulpa vital, de tejido.
Por fin, por otra parte, alguien entiende que aprovecharse de los descubrimientos y conquistas narrativas de Roberto Bolaño pasa necesariamente por no tratar de imitarlas (otro excelente ejemplo de este 2010 sería Zumbido, la primera novela del colombiano Juan Sebastián Cárdenas), y aunque a veces se cuelan afirmaciones que pueden tener algo de caprichoso o poco meditado (“Me parece imposible, aun inverosímil, no enamorarse de alguien que se llama Lía y que además vuelve de un viaje con el pubis tersamente rasurado”, se sentencia, como primer ejemplo, en la página 21), el tono general es muy alto, continuamente digno de aplauso. Quizás este narrador sólo falla un poco, curiosamente, cuando intenta “ponerse poeta”, aunque también logra alcanzar intuiciones deslumbrantes en ese sentido. Pero es sobre todo un experto insuperable en narrar lo que sucede cuando no sucede absolutamente nada, cuando únicamente pasea, observa, come y fuma (ver, por ejemplo, las magníficas páginas 107-111).
La tercera parte es un verdadero banquete de veintiocho páginas, y contiene los momentos más elevados e inspirados del conjunto. Le da verdadera amplitud lírica, nos ayuda a situarnos en el desarrollo temporal de los acontecimientos, transportándonos juguetonamente de aquí a allá, sirve para perfilar mucho mejor a los tres personajes principales (el narrador –Eduardo–, Lía y el desarraigado y escurridizo pianista Milan) y supone un descanso estratégico entre el planteamiento de la novela y su hipnótica propuesta de desenlace.
Es, en fin, una novela muy viva, muy libre, muy desatada, vibrante a pesar de la moderada apatía del protagonista-narrador. La historia, sin que se sepa muy bien cómo ni por qué, atrapa desde el primer momento y ya no te suelta hasta el último párrafo, curiosamente cuando el protagonista es, también, extrañamente atrapado...
Tal vez en alguna de las futuras narraciones de Eduardo Halfon se recupere alguno de los asuntos que La pirueta deja pendientes, pero es de temer que, aun siendo así, esa nueva obra abrirá a su vez otros varios caminos, pero no para extraviar o despistar al lector, sino para expresar la voluptuosa certeza de que se puede escribir una buena novela sobre cualquier cosa si uno tiene el espíritu adecuado, la suficiente curiosidad y la capacidad de observación necesaria. En un mundo tan amplio y narrativamente ingobernable como el de nuestro tiempo, lo que Eduardo Halfon y su personaje focalizan, por pequeño o cotidiano que sea, tiene, casi por definición, significados infinitos y cambiantes. El interés, la atención y las ganas de disfrutar con que tanto narrador como protagonista se sumergen en la novela y en lo que ésta va descubriendo suponen no sólo una lección de literatura, sino de algo más importante, y revelan una actitud envidiable ante el siempre confuso presente.

(publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 725 (noviembre de 2o10), pp. 147-150.