lunes, 7 de marzo de 2011

'El gol nuestro de cada día', de Francisco J. Uriz (ed.)




VERSOS EN EL MARCADOR

(Francisco J. Uriz (seleccionador), El gol nuestro de cada día. Poemas sobre fútbol, Vaso Roto. Madrid, 2o10.


“El fútbol es poesía colectiva”, afirmó el filósofo y político francés Edgar Morin, y lo hizo con una rotundidad no frecuente entre los intelectuales, ya que por lo general ha existido cierto desencuentro, o por lo menos cautela, entre arte y deporte, como si ambos modos de intentar entender y ordenar la vida no pudiesen conjugarse ni producir grandes resultados. Pero el tiempo pasa, los prejuicios se disuelven y hoy pocos defenderían que emocionarse o aun enloquecer con el deporte es incompatible con la creación o con la sensibilidad, por ensimismada o contemplativa que ésta pueda ser. Pero la cita habla específicamente de fútbol y de poesía, y ahí sí que parecía haber un vacío, una distancia tradicionalmente insalvable. Existen ya numerosas recopilaciones de cuentos y artículos sobre fútbol escritos por narradores sobresalientes, y aunque el balompié parece presentar más problemas a la hora de verse transformado en verso, he aquí un libro que demuestra que no hay asunto intraducible a poema.
Bajo este nuevo título de El gol nuestro de cada día. Poemas sobre fútbol, el poeta y traductor zaragozano Francisco J. Uriz ofrece una reedición considerablemente ampliada de Poesía a patadas. Antología de poesía futbolera, pequeño volumen no venal que se publicó en Córdoba en 2oo9 con el sello del festival de poesía Cosmopoética. Mejor editada ha salido ahora esta edición de Vaso Roto, en la que Uriz mantiene su curiosa pero oportuna estructura de partido: un “Primer tiempo” donde el fútbol es un pretexto para la nostalgia de la infancia, la implicación social o la “expresión de la felicidad”; un “Descanso” dedicado a la tragicómica y existencialista figura del árbitro; un “Segundo tiempo” de curiosidades y homenajes pindáricos a jugadores; un “Tiempo de descuento” donde se pretendía recoger poemas contra el fútbol (aunque también figuran los que se incorporaron en el último momento, sin tiempo para ser colocados en el lugar adecuado) y un “Pitido final” que es en realidad una broma, la última de un volumen que contiene muchas (firmadas por Miguel d’Ors –entre lo metafísico y lo chusco–, Juan Bonilla –entre la épica y la ironía– o el noruego Jan Erik Vold) porque su carácter y tono las permite. Tras ello vienen un “Epílogo” y unos “Comentarios” donde el antólogo proporciona informaciones relevantes para comprender, respectivamente, el orden de los textos y sus alusiones.
Tratándose de un trabajo de recopilación de Uriz, abundan, como cabía prever, los nórdicos y los aragoneses. Entre los primeros figuran el genial danés Henrik Nordbrandt (cuyas esperadísimas memorias publicará Vaso Roto en 2o12), el finlandés Claes Andersson (de quien Uriz tradujo, también para Cosmopoética, una antología impactante titulada Los estragos del tiempo), los suecos Bengt Cidden Andersson, Ida Linde y Lars Forssell, o la islandesa Elísabet Jökulsdóttir (quien acierta a ver que, tras el gol, el balón se mueve en las mallas de la portería “como una trucha coleteando en la red” del pescador); y entre los segundos, aparte de un prólogo verdaderamente magnífico de Miguel Pardeza –nunca un onubense fue tan zaragozano– y alguna traducción de Ángel Guinda, encontramos un inédito de David Mayor, un poema mundialista de Ignacio Escuín Borao rescatado de su estupendo libro Americana, varios textos del propio Uriz (que en 2oo2 dedicó íntegramente al fútbol su poemario Un rectángulo de hierba) o incluso una letra de Joaquín Carbonell (dentro de una subsección de canciones e himnos que constituye lo más discutible del libro, pues casi ninguno de esos textos supera la difícil prueba de la transcripción al papel). Pero también hay muchos hispanoamericanos (y además varios brasileños, lo cual es natural, tratándose de manejar el balón), y destaca también la plantilla andaluza (José María Pemán, Leopoldo de Luis, Joaquín Sabina, Luis García Montero, Luis Muñoz, Elena Medel, el citado Bonilla...).
Hay además textos de Umberto Saba, Gerardo Diego, Nicanor Parra y Seamus Heaney (que suponen las incorporaciones más sustanciosas con respecto a la primera edición), y también de Blanca Varela, Günter Grass o Mario Benedetti, pero yo quiero destacar al chileno Claudio Bertoni, que con el titulado “Desde la ventanilla del bus” aporta el que es, en mi opinión, el mejor y más sorprendente poema del libro, el gran hallazgo, pues que una vaca sea un gol demuestra hasta dónde puede llegar el poder transformador de la poesía:

"Veo unas vacas
en una cancha de fútbol

dos pasan
rozando un palo

la tercera
es gol”


(Reseña publicada en el suplemento 'Artes y Letras' de Heraldo de Aragón, nº 312 (4 de noviembre de 2o10), p. 3.)

jueves, 3 de marzo de 2011

'A la intemperie', de Jordi Gracia




(Jordi Gracia, A la intemperie. Exilio y cultura en España, Barcelona, Anagrama, 2o10).


No se puede ser historiador sin ser curioso, y Jordi Gracia es una de esas personas que quieren saberlo todo, uno de esos investigadores incansables que agotan sus objetos de estudio mucho antes de agotarse ellos mismos, y uno de esos escritores que consiguen transmitir a los lectores la pasión con la que han acometido su trabajo. Así, poco a poco pero también muy rápido, va perfilando el mapa de un territorio, el panorama intelectual del franquismo, en el que cada día, con cada lectura o cada dato, se mueve con más comodidad, seguridad y perspectiva. Y a la vez, paralelamente, sus textos y su estilo, tan reconocible, van convirtiéndole en dueño de un espacio algo extraño y ya muy suyo, entre la divulgación y la erudición.
Recapitulemos: en la primavera de 2004 salió a la luz La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, y ése fue y es y seguirá siendo un libro verdaderamente importante, un golpe de timón a varios debates y un portazo definitivo a ciertos prejuicios enquistados en el entusiasta y olvidadizo imaginario democrático. Después llegó una ampliación de Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, 1940-1962 (texto procedente de su tesis doctoral) y dedicó muchos años, esfuerzos y páginas a dejar prácticamente resuelto todo lo referente a la fascinante figura de Dionisio Ridruejo (y el balance ha dejado, aparte de varios artículos en Letras Libres o Turia..., un festín compuesto por una nueva y muy sustanciosa edición de Escrito en España, una propuesta de ordenación de algunos Materiales para una biografía, esa propia biografía –que se tituló La vida rescatada de Dionisio Ridruejo– y, especialmente revelador, El valor de la disidencia, un epistolario sorprendente, caudaloso y a menudo desolador que merece una lectura mucho más atenta y honda que la que me temo que se le dedicó en su día y desde entonces, pues supone un impagable retrato intelectual del franquismo, un testimonio polifónico único de las noblezas y miserias de cada uno a lo largo del tiempo, y –por utilizar una broma que José-Carlos Mainer aplicó a otro asunto– una suerte de particular juicio de Núremberg en el que Gracia, como buen historiador, no ejerce tanto de juez como de astuto fiscal, exponiendo las cartas y dejando que sean los lectores quienes saquen las principales conclusiones. Además, y aparte de ejercer casi semanalmente el escrutinio crítico de novedades literarias, Gracia ha ofrecido ediciones de escritores tan dispares como Mauricio Bacarisse, Alfonso Reyes y Pere Gimferrer, y ha coordinado numerosas publicaciones colectivas y recopilado voluminosos ejemplos del mejor ensayismo español e hispanoamericano, a menudo con la complicidad de su amigo Domingo Ródenas de Moya (ellos dos inauguraron, por ejemplo, la colección 'Epístola' de las Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, con la feliz edición de Epistolario, 1919-1939 y cuadernos íntimos de Benjamín Jarnés, y mientras escribo esta reseña se anuncia la publicación de su tomo para la Historia de la literatura española que está coordinando Mainer, en la que ellos se las verán nada menos que con el ingobernable ‘Siglo XX. 1939-2010’...).
Ahora, este A la intemperie. Exilio y cultura en España aborda el destierro de los intelectuales y creadores españoles tras 1936 o 1939, y lo hace desde varios puntos de vista y sin quedarse en la primera posguerra o en el alto franquismo (esos años monstruosos entre 1939 y 1952 que Gracia ha llamado el “quindenio negro”), sino reflexionando sobre cómo fue cambiando la situación (y la situación individual de varios nombres concretos analizados en detalle y a través de sus textos y cartas) a lo largo de las décadas y, especialmente, analizando con notable brillantez lo que supuso regresar o no a España, y cómo las implicaciones que tenía esa dramática disyuntiva también fueron, como todo, modificándose.
La tesis de la que parte el libro no es exactamente novedosa, pero está expresada de un modo claro y sensato: no hay duda de que el exilio es una experiencia profundamente trágica, mutiladora e indeseable, pero a veces ha constituido un mal menor en comparación con la situación en la que quedan los que permanecen en una patria ya irreconocible, destruida o ajena (pues, en nuestro caso, “los amordazados y maltratados, los acosados y envilecidos, son los españoles derrotados del interior”: p. 80); que en determinadas circunstancias la huida, forzosa o voluntaria, supone no sólo la conservación de la vida o de la libertad sino una nueva oportunidad, un crecimiento, un estímulo para recomenzar y prosperar (y que eso ha sido así muy especialmente en el caso de las mujeres, algo que no apunta Gracia pero que ha explicado alguna vez muy bien Biruté Ciplijauskaité al hilo de Zenobia Camprubí); que “tanto el exilio como el interior construyen con sus miedos y por sus propios medios la urdimbre que hará posible la fragua de una vida mejor, más libre y más digna” (p. 104); y que, en cualquier caso, “esa experiencia carece de regreso aunque se vuelva” (p. 111) o bien que “el regreso reveló la naturaleza ilusa, esencialmente frustrante, del deseo de volver” (p. 112).
Gracia explica que “quienes vivieron menos dramáticamente la derrota política encontraron también más pronto las vías de reintegración vital” (p. 30). Hubo personas, en efecto, a las que la diáspora destrozó inmediatamente o consumió con lentitud cruel, pero otros, los más jóvenes, o los más emprendedores, o los menos traumatizados por daños cercanos, o quienes no dejaban gente en España en situación de peligro, o quienes no habían tenido suerte laboral o económica antes de la guerra..., pudieron sobreponerse y reaccionar. Esto vale también para los intelectuales y los artistas, y, aunque cada caso ilustra una experiencia sustancialmente distinta, parece convincente la rotundidad con la que Pedro Salinas escribe a Guillermo de Torre en 1941 que “Nosotros estamos mucho mejor, mil veces mejor. Haremos o no haremos, pero tenemos lo esencial, libertad de hacer” (p. 133).
Para ilustrar todo ello Gracia recurre, entre muchos ejemplos, a la peripecia de Rafael Lapesa y su cometido de proteger los archivos del Centro de Estudios Históricos (pp. 41-44), la de Adolfo Salazar (quien escribe a Ernesto Halffter que “para eso han hecho la guerra y han muerto dos millones de españoles: para que los inútiles, los mediocres y los bribones pasen a primer plano”: p. 46), al refugio que supuso la creación de El Colegio de México (pp. 67-68) o a la estabilidad de Luis Buñuel (cuya ausencia de España es bastante más suave o, desde luego, diferente a la de algunos amigos a quienes vio alguna vez en México, como José Moreno Villa: p. 100). En cuanto a Ortega y Gasset, por recoger un caso especialmente controvertido, por fin Gracia puede permitirse afirmar que “lo que eran conjeturas e interpretaciones a partir de indicios, es ya nada más que la certeza de que el mal menor, durante la guerra, Ortega lo encontró en el bando sublevado, y privadamente se colocó entre los que celebraron la derrota de la República y la victoria de Franco” (p. 61). Después, y aunque el temprano regreso de alguien tan influyente como Ortega a España supuso una de las primeras decepciones graves entre los desterrados, el diagnóstico ha de cambiar, pues “Lo que fue visto desde el exilio como traición política e ideológica se entendió de otro modo desde el interior: quizá su obra estaba por encima de su figura, pero lo que es seguro es que de su boca no se oirían alabanzas del régimen ni declaraciones favorables después de 1947, ni su conducta pondría en duda su marginación del sistema” (p. 119).
El regreso de Ortega, por tanto, puede ser considerado como paradigmático de la segunda lección de A la intemperie, que es la que proporciona al libro lo que tiene de rompehielos: “a lo largo de los años cincuenta empieza a desvanecerse el sentimiento de culpa por colaborar con los vencidos del interior [...] Colaborar con los españoles que resisten dentro no es ya colaborar con el franquismo, o ha dejado de ser eso para convertirse en un instrumento insustituible, primordial, de construcción ética e intelectual del futuro” (p. 84). Volver a escribir en revistas publicadas en España –y, por tanto, vigiladas y censuradas– no fue oportunismo sino que pasó en muchos casos a engrosar la red de estrategias para terminar con la dictadura o, por lo menos, para comenzar la construcción de algo diferente, primero con tímidas señales de humo y después con una audacia que en algunos casos fue castigada. Y lo mismo se puede decir de los primeros regresos que ya no constituían claudicaciones sino valientes pasos adelante. Así, “el exilio que quiso regresar, física o figuradamente, tuvo que vencer en todos los casos, y como tantos españoles del interior que modificaron sus actitudes, el sentimiento de quedar excluido o de abandonar una causa colectiva. Pero sólo escogían e interpretaban su papel con libertad de conciencia y con asunción de sus consecuencias, y tanto los exiliados como los regresados suman sus bienes para restituir alguna forma de libertad dentro del franquismo” (p. 127). Es decir, que no volvían para someterse sino para lo contrario. Si algunos, como Jarnés, volvieron deshechos, enajenados y sin fuerzas para seguir luchando, y si otros, como Juan Ramón Jiménez, supieron desde el principio que no regresarían a España mientras la gobernase Franco, hubo quienes ya desde fuera habían trabajado por la dignidad y el futuro de su país, y decidieron volver para seguir descongelando el sistema desde dentro con gestos y revistas. No bastaba con volver de visita (como Max Aub, el propio Buñuel o Manuel Altolaguirre), o no se podía sólo volver clandestinamente para pelear desde la conspiración política más cruda (como Jorge Semprún), sino que hubo quien, moderadamente, pudo instalarse para dar testimonio no de normalidad, que no la había, sino de la posibilidad cada vez más cierta de escribir desde España a favor de la democracia y de los valores derrotados en 1939. Tal fue, aunque breve, el caso de Alberto Jiménez Fraud, que es, por cierto, una de las ausencias de un libro que, en todo caso, no tiene afán de exhaustividad sino de muestra, y es, desde ese punto de vista, ejemplar. No sólo contribuye a demostrar que eso que venimos llamando “Edad de Plata” (etiqueta que, como todas, simplifica, pero que es eficaz y justa) tuvo una prolongación intelectual y creativa entre los españoles expulsados, sino que, simétricamente, insiste en que no todo tuvo que esperar hasta el 20 de noviembre de 1975. Nunca había dejado de lucharse por recuperar todo lo perdido en 1939, y se lograron grandes conquistas y avances que, si bien no terminaron con el régimen, prepararon a varias generaciones para vivir, por fin, liberados de él.

(Reseña publicada en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, nº 77 (julio 2010), pp. 112-114).