domingo, 30 de septiembre de 2012

'Arquitectura yo', de Josep M. Rodríguez

 
 


  
TENEMOS MIEDO PORQUE ESTAMOS VIVOS


Josep M. Rodríguez
Arquitectura yo

Madrid, Visor, 2o12
 

En su reciente biografía de Pío Baroja, José-Carlos Mainer ha sabido enseñarnos que, por muy huidizo o celoso de su intimidad que sea un escritor, escribir es irremediablamente una forma de vivir públicamente, de contarse y explicarse continuamente ante los ojos de los demás. Si esto es verdad, lo es de un modo muy particular en lo que respecta a la poesía, y muy especialmente en el caso de los poetas de la estirpe de Josep M. Rodríguez (Súria, 1976), quienes, para decirlo de una manera algo simple, van dejando con sus versos huellas que a su modo van relatando el camino de una vida, los hitos del trayecto, con sus altibajos, obstáculos y compañeros de viaje, recuperando recuerdos y permitiéndose prolepsis. Más que un diario íntimo, la reconstrucción simbólica de un cuerpo, una mirada y un tiempo únicos pero reconocibles, compartibles, especulares.
     Creo que así hay que entender el título de su último libro, Arquitectura yo, un edificio complejo y sencillo construido en buena medida a base de preguntas: he contado hasta veintidós directas en sus treinta y siete poemas ("¿Acaso la belleza sea como una pluma, / quiero decir, / que pertenezca a algo / hasta que se desprende?", "¿Hasta dónde nos cambian las certezas?", "¿Cuál de vosotros / árboles / será sacrificado / para que no esté yo solo bajo la tierra dura?"...), aparte de otras tantas indirectas ("Me pregunto qué pensarás de mí"...), de modo que si en otros libros de Josep M. Rodríguez (como en el anterior, el ya magistral Raíz) lo que abundaba eran las sentencias, a menudo en forma de rotundo aforismo, pocos años después se ha dado el paso adelante que supone pasar de la afirmación a la interrogación, de la revelación a la duda, de la seguridad a la incertidumbre. Es un proceso paralelo al de la difuminación de la propia identidad ("Deja de preocuparte por quién eres", "¿Desde cuándo ha dejado de importarme / lo que sucede en mí?"), que no se contradice con el ahondamiento en la propia personalidad y la creciente convicción acerca de la universalidad de los propios sentimientos, por privados que sean. La negación del yo es un proceso de ida y vuelta: "Repetir un paisaje / es insistir en mí". La renuncia a uno mismo pasa por el autoconocimiento más exhaustivo: "Mi forma de buscarme en cada verso // me lleva hasta la casa de mis padres". En este sentido, el poema titulado "Yo, o mi idea de yo" es muy revelador, y termina con la imagen sublime y cruel de "un niño que nace / en un barco que se hunde". También por eso es este poemario "obra ya de madurez", como afirma Eloy Sánchez Rosillo en la nota de contracubierta, aunque lo cierto es que estamos hablando de un poeta que ha mostrado una firme y bien dirigida consciencia poética desde sus primerísimos balbuceos en Las deudas del viajero (1998).
         Por otro lado, si en anteriores libros del poeta catalán predominaba una actitud dichosamente celebrativa, agradecida, presentista..., en estos nuevos poemas, aunque la conclusión suele ser positiva, hay mayor presencia de lo sombrío. El primer poema es un buen ejemplo de texto que arranca de un modo amargo ("De tan negra / y profunda / la tristeza parece un pozo de petróleo. // ¿Se formará también de aquello que está muerto?") pero se reconvierte enseguida en un himno optimista que no da la espalda al sufrimiento, sino que lo incorpora transformado en punto de partida de algo esperanzador. Muchos poemas después se dice más claramente: "el dolor te recuerda / que aún sigues con vida", y algo antes, en un apunte japonés, se ha dejado escrito que "la hierba / sigue / viva / debajo de la nieve". Pero en general el tedio, la soledad, la enfermedad y la muerte comienzan a ocupar un espacio notable. "Primera visita al zoo", uno de los mejores poemas de Arquitectura yo, es una suerte de fábula (con búho educando con amor a un escarabajo preadolescente y apesadumbrado) en la que se concluye que "crecer / es ir al zoo / y sólo ver barrotes". No es el único poema en el que se revisita el pasado para extraer una lección amarga: en el regreso a una casa abandonada se aprende que "hasta las flores tienen sombra", y los dos últimos poemas son explícitamente fúnebres, aunque parece que de ese cuerpo inerte con el que se cierra el libro ha huido y sobrevivido algo esperanzador: "¿Alguna vez pensaste que tu cuerpo / es sólo la envoltura / del gusano de seda de la muerte? // Su crisálida deja tras de sí, / tumbado en la camilla, // un cadáver / abierto". Son versos que recuerdan a aquel aforismo de Juan Ramón Jiménez: "Yo me he vaciado en mi obra. ¿Morir, entonces, yo? A la muerte sólo irá mi cáscara".
         Si en anteriores libros del autor el desamor era un tema protagonista, en éste apenas es aludido en cinco o seis poemas (todos en la segunda sección) para dar paso, como hemos visto, a preocupaciones menos mundanas. Pero también hay un monólogo de una mujer oculta tras un burka ("Dentro"), algún viaje (como el de la preciosa "Postal de otoño") y una escapada al tiempo de la guerra civil ("Aurora boreal, 1938") en la que un fenómeno atmosférico arroja literalmente luz sobre aquellos años de violencia. De lo que ha prescindido casi totalmente en esta entrega es de esas "variaciones" que en otros poemarios recreaban hallazgos o temas de otros poetas (aquí sólo hay dos tributos a Ezra Pound y a William Butler Yeats), y también hay menos abundancia de citas, homenajes y referencias culturales dentro de los versos: otro paso para desnudar aún más las estrofas y nombrar en ellas sólo lo esencial, lo cual contrasta con el frecuente recurso a los exergos (tanto para introducir secciones como para encabezar poemas) y con la generosidad en la página de agradecimientos y dedicatorias.
     Todo poema, obviamente, ha de ser una aventura del lenguaje, pero no sólo de palabras vive el poeta. Si así fuese, se podría crear un programa informático que escribiera poemas excelentes (y, de hecho, no pocos libros de los últimos años parecen escritos con esa técnica). Sin sorpresa, inteligencia y emoción, no hay poema, y esos tres ingredientes básicos, junto a muchas otras virtudes, están en todos los textos de Josep M. Rodríguez, que no deberían tardar en verse reunidos en un solo volumen (o bien antologados, pues una selección de treinta o cuarenta poemas suyos especialmente perfectos constituiría uno de los mejores libros de poesía de los últimos años).
    "No estás aquí sólo como testigo", afirma el poeta para rematar otro poema. Para sus lectores, es una suerte que lo descubriese y que, libro tras libro, no afine sólo su mirada sino también su voz, no sólo su sensibilidad sino también su expresión, no sólo su yo sino también su nosotros.

[Reseña publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 747 (septiembre de 2o12), pp. 149-152.]