jueves, 2 de febrero de 2012

Cartas, de Saul Bellow



CADA VEZ MÁS GRANDE

Saul Bellow
Cartas

Edición de Benjamin Taylor.
Traducción de Daniel Gascón.
Alfabia
Barcelona, 2o11

“La fuerza de la virtud de un hombre o su capacidad espiritual se miden por su vida ordinaria”, se leía en Herzog, una de las obras maestras de Saul Bellow, de cuya vida cotidiana sabemos hoy mucho más gracias a la feliz aparición de esta portentosa recopilación de setecientas ocho Cartas, un verdadero acontecimiento literario que convierte a su autor en alguien todavía más hondo, más malicioso y más genial de lo que ya habían demostrado sus novelas, cuentos y reseñas.
A partir de ahora nadie podrá negar cuál era la principal motivación de todos esos textos. Según el editor de este volumen, Benjamin Taylor, “sus protagonistas son intelectuales, pero esos intelectuales descubren lo débil que resulta su sabiduría cuando irrumpe la verdadera vida. […] Que otros chapoteen en el nihilismo si les agrada; para Herzog la vida sigue siendo lo que era para Keats: el valor de fabricar un alma” (p. 17), algo que Bellow confirma en una carta de 1961: “los escritores que creen que hay un mar de los Sargazos de vómito en el que debemos vagar están obligados a afrontar la belleza. Para negar eso, tendrías que negar tus instintos como escritor” (p. 298), y que explica, por ejemplo, lo poco que tuvo que decirse con Samuel Beckett en el único encuentro que tuvieron, a principios de los ochenta (p. 16). A Bellow le movía el optimismo, la fe en la existencia, una vitalidad que se desborda incluso en sus páginas más desengañadas o iracundas. Se enfada con quienes no saben vivir, con quienes no lo hacen con intensidad, con quienes no soportan que él sí quiera disfrutar. “Descubrí hace un tiempo que nada me impediría decir lo que pienso” (p. 504), escribe a Philip Roth, y entiende que “sólo hay una forma de derrotar al enemigo, y es escribir lo mejor posible” (p. 214). Su apuesta por la felicidad y la verdad es a veces demoledora: “En realidad, nunca he dejado de buscar lo auténtico; y a menudo encuentro lo auténtico. Caer en la desesperación sólo es una forma elegante de volverse un imbécil. Yo elijo reír, y no me río de mí mismo menos que de los demás” (p. 700), y a veces se apoya en una especie de predeterminismo positivo (“uno nunca puede lamentar el curso que ha tomado su vida. Siempre hay razones totalmente buenas por las que no podría haber ocurrido de ninguna otra manera”: p. 478), porque lo cierto es que no todo fue siempre fácil en su vida (“¿Y qué es la vida sin unas cuantas ansiedades graves? Algo incompleto”: p. 303).
“Fracasa contigo mismo y fracasarás en todas partes”, advierte antes de cumplir los treinta años (p. 87), y a la altura de 1960 ya sabe que “un tiempo hermoso es su propia recompensa” (p. 271). Le cuenta a John Berryman que “Don Quijote es hermoso como ningún otro libro que yo haya visto nunca” (p. 234), y años antes ha recomendado a Bernard Malamud para una beca con el argumento, tan vigente, de que “la mayor amenaza para la escritura en nuestros días es la amenaza del conformismo” (p. 180). “Tendremos que esperar y ver si aparecen buenos escritores. Con pocas excepciones, la gente de talento que he conocido durante los últimos treinta años no ha mostrado mucho espíritu. Tras una temprana exhibición de cualidades parece haber poco más que amor al estatus” (p. 400).
Si leerle resulta tan reconfortante es porque él no era de esos que utilizan sus manuscritos como papel higiénico en el que desahogar su asco o intentar contagiar su tedio, que casi siempre es síntoma de estrechez de miras: “La única cura segura es escribir un libro. Yo tengo uno nuevo sobre la mesa y todas las demás penas se han ido. Ésa es la forma que adopta ahora cualquier rechazo a ser infeliz, y supongo que me salva de una negativa meramente obstinada. Porque no es sólo por uno mismo que hay que rechazar cierta alternativa. También es porque le debemos algo a la vida” (p. 277). Él, simplemente, era inteligente, y tuvo además el don de saber explicarse como pocos, manejando las palabras de un modo que con feliz frecuencia alcanza lo glorioso: “No te preocupes por esto y aquello: esto y aquello no importan demasiado en la suma final” (p. 514).
La magnífica traducción de Daniel Gascón (sé que lo es porque desde la primera página uno se siente como en casa: en ese hospitalario y reconocible "estilo Bellow" que conocemos gracias a otros traductores) se hace cómplice del espíritu del autor, y entre los dos nos ofrecen un volumen lleno de sabiduría y amor por la verdad, o amor por el amor (“Janis me cuida como a una planta, y de vez en cuando recibe la recompensa de una flor”: p. 616). “Para ser realmente bueno, uno de los mejores, uno debe adquirir una especie de normalidad tolstoiana que nadie pueda desafiar” (p. 344), acierta a decir, pues en contra de lo que creyó en masa alguna generación anterior a la suya, sencillez y genialidad son muy buenas amigas.
Así, “la escritura debería derivar de la Creación y no intentar sumarse a ella. Deberíamos exigir que las cosas fueran cada vez más sencillas, cada vez más grandes” (p. 204). Sencillez y grandeza es lo que encontrará el lector en cada una de las cartas de este libro maravilloso. Tratándose de Bellow, la alegría se da por descontada.

[Reseña publicada hoy en Artes & Letras [Heraldo de Aragón], p. 8]