miércoles, 8 de junio de 2011

'Las armas y las letras', de Andrés Trapiello




Nada termina nunca



Andrés Trapiello, Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), Barcelona, Destino, 2010-2011.


Por la misma razón por la que es mejor visitar una ciudad con calma que diez a toda prisa, sería mejor escribir y publicar un único libro bueno, importante, renovador, informativo..., que quince descuidados, mediocres, insulsos, olvidables... Mejor profundizar que acumular, y, en todo caso, si se comprende que no se puede aportar nada relevante, mejor pasar de largo. En este sentido, asombra la cantidad y variedad de libros necesarios que ha publicado hasta hoy Andrés Trapiello. Y si bien “necesario” es un adjetivo que habría que vetar a la hora de hablar de obras literarias, lo utilizo al repasar los casi dos metros que ocupan los lomos de sus libros en la estantería y comprobar que en ellos hay un número sorprendente de títulos que han supuesto verdaderos golpes de timón a la hora de entender algunos aspectos de nuestra historia literaria, o que han explorado los géneros de la intimidad y del yo con una audacia poco frecuente entre nosotros, o que han ido construyendo una obra poética de una solidez y emoción dignas del mayor aplauso, o que ofrecen novelas tan hermosas como Días y noches o Al morir don Quijote..., aparte de la necesidad de destacar lo mucho que Trapiello, como editor y tipógrafo, ha hecho también para que existan, y existan en la mejor forma posible, los libros de los demás.
Hace ahora un año que, en abril de 2010, llegó a las librerías la tercera edición, sustanciosamente revisada y aumentada, de Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), con una cubierta estupenda de Carlos García-Alix. Tras la versión inaugural de 1994, publicada por Planeta y merecedora del Premio Espejo de España, y la ya notable revisión de 2002 en Península, aparecía una tercera redacción que en estos doce meses de andadura ha vuelto a llamar la atención de la prensa, ha exhumado controversias antiguas y desatado algunas nuevas, y, sobre todo, ha convocado a miles de nuevos lectores, pues cuando escribo esto, en marzo de 2011, hace unas pocas semanas que se ha distribuido la cuarta reimpresión de esta última edición de Destino, con la circunstancia añadida de que cada una de estas tiradas incluye no sólo nuevas correcciones sino que añade material inédito y actualiza el estado de la cuestión, respondiendo incluso a reseñas de anteriores reimpresiones... Por poner algunos ejemplos ilustrativos, en la segunda refundición añadió, tras un reproche de Arcadi Espada, las palabras en las que Franco se proponía “desterrar hasta los últimos vestigios del espíritu de la Enciclopedia” (p. 14); hasta la tercera versión de esta tercera edición no se ha podido ver en la página 488 la sugerente foto de Manuel Azaña podando un seto en 1938; y la que es por el momento la última reimpresión interpola, entre otros textos, la necesaria ficha de José Castillejo (pp. 528-530), un fragmento de una reseña de 1955 en la que Tomás Segovia ponía serias objeciones a los “libros de combate” de Rafael Alberti (p. 506) o unas impresionantes y desesperadas palabras de 1958 en las que León Felipe, seguramente aturdido por el disgusto general, se declara “avergonzado” porque “Nosotros no nos llevamos la canción [...] De este lado nadie dijo la palabra justa y vibrante. Hay que confesarlo: de tanta sangre a cuestas, de tanto caminar, de tanto llanto y tanta injusticia... no brotó el poeta [...] Los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada... Vuestros son el salmo y la canción” (p. 560). Son palabras deprimidas y muy contestables, pues hay muchos argumentos para defender que la producción literaria, artística e intelectual de quienes con mayor o menor comodidad permanecieron en España es inferior a la que, a menudo desde la precariedad y el sobresalto, consiguieron sacar adelante los desterrados (muy especialmente a la altura de ese 1958, en el que, sin ir más lejos, murió en Puerto Rico Juan Ramón Jiménez), y de ese modo fueron éstos quienes prolongaron fuera de su país eso que se ha dado en llamar “Edad de Plata de la cultura española”, aunque no se pueda olvidar que en España vieron la luz las memorias de Pío Baroja o buena parte de lo mejor de la obra de Azorín o Josep Pla, a lo que se sumaría desde los años sesenta la obra, a menudo sobresaliente, de los jóvenes que no habían vivido la guerra o, por lo menos, no habían luchado en ella.
Las armas y las letras ha sido siempre un libro para aprender y discutir. Cualquiera obtendrá de él varios cientos de datos y referencias que no conocía y todos encontramos en sus páginas decenas de opiniones con las que debatir a gusto (las columnas de la página 233 merecen muchos más matices que aquellos con los que las enmarca el propio autor, quien por otra parte acierta al quererlas “mostrativas, en absoluto comparativas”). Es, bien leído, un libro limpio, no sólo desprejuiciado sino dirigido contra varios prejuicios de distinto signo, contra ciertos desajustes e injusticias que, sin embargo, resultaban muy cómodos para ordenar y disponer los prestigios literarios de cada cual a nuestro placer, según nuestras simpatías morales. Pero es también un libro de abierto y deliberado espíritu polémico, a menudo provocador, como casi todos los que han cambiado la perspectiva a la hora de interpretar la relación de los creadores con su tiempo, especialmente en momentos turbulentos y desafiantes, en situaciones en las que podían ser conscientes de que sus movimientos y palabras condicionarían el modo en que su obra sería recordada o revisitada en el futuro, momentos en los que debían demostrar quiénes eran como ciudadanos, al margen de quiénes hubieran sido o estuviesen siendo como artistas, escritores y personajes públicos (y, sin poder entrar aquí en detalles, complace comprobar cómo los más grandes –Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez...– fueron también quienes mostraron una actitud cívica más impecable y valiente). Así, sea cual sea el valor que cada lector conceda a las conclusiones y tesis del libro (y lo cierto es que, en general, ha sido un libro muy celebrado y aplaudido por lectores de muy diversas tendencias), nadie podrá negarle su mérito y el modo en el que ha calado en estos quince últimos años, pues muchas de las opiniones lanzadas en 1994 son ahora poco menos que un lugar común (entre ellas la agradecida revalorización de Ramón Gaya o la rotunda reivindicación de Manuel Chaves Nogales o Carlos Morla Lynch), a las que se une en esta edición la importancia concedida a las memorias de guerra de Clara Campoamor, publicadas en francés en 1937 e inéditas en castellano hasta 2002...
El arte es lo que cada cual hace con la realidad, o desde ella (“la realidad es sólo la base pero es la base”, dijo Wallace Stevens), y cada lector deberá decidir qué hacer con este texto en el que Trapiello, con más intenciones históricas que artísticas, como exige el género abordado y aconseja el tema expuesto, trata, en fin, de mostrar y casi clasificar la realidad concreta y casi siempre verificable del comportamiento de los intelectuales españoles entre 1936 y 1939, con referencias a lo sucedido y opinado antes, durante la República, y lo que les ocurrió después, bajo el franquismo o en el exilio o ya en ninguna parte. Como decía arriba, somos muchos los que ya en 1994 nos rendimos ante buena parte de las afirmaciones leídas aquí, que ahora se ven además acompañadas por una buena cantidad de material documental añadido. El archivo fotográfico incluido es francamente abrumador, imponente, y supone, entre muchas otras cosas sustanciosas, un verdadero catálogo bibliográfico de aquellos años de guerra, mientras que la sucinta “Cronología general de la guerra civil española” (pp. 601-620) también ha sido revisada (y servirá sobre todo para lectores extranjeros, pues de momento este libro ya se ha visto vertido al francés). El nuevo prólogo, por su parte, quiere espantar cualquier posibilidad de que el libro sea objeto de sospecha desde el punto de vista de la historiografía más seria: “Entre los defectos que se le han achacado a esta obra, muchos de ellos seguramente incontestables, hay uno injusto: el de creer que su autor ha tratado de mantenerse en esa equidistancia que ha ido ganando terreno últimamente: la de pensar que en la guerra todos fueron iguales, y que tanto un bando como otro, hermanados por las tropelías, venían a ser poco más o menos lo mismo” (pp. 13-14). Quien siga leyendo a partir de esas páginas primeras podrá comprobarlo y, en todo caso, la equidistancia es buena como punto de salida, como predisposición, pero no como meta, como conclusión, pues cualquiera que comience a conocer lo que sucedió en España en los años treinta difícilmente podrá mantenerse imparcial tras asumir las primeras certezas, tras conocer los primeros documentos.
Sea como sea, y como ha explicado Trapiello en otros lugares, “el pasado se construye día a día”: siguen y seguirán apareciendo testimonios y estudios que amplíen nuestra perspectiva sobre la guerra civil, que aporten su milímetro a ese mapa de escala 1:1 que, según una broma del autor, se diría que se quiere dibujar sobre aquel conflicto. Estos días, entre otras muchas novedades bibliográficas, la editorial Pre-Textos saca a la luz los diarios del poeta Juan Bernier, inéditos hasta hoy, o la Residencia de Estudiantes publica Tuan Nyamok, memorias de Julián de Zulueta (y en ellas datos jugosos sobre los movimientos de su padre, Luis de Zulueta, embajador de España en el Vaticano, o un recuerdo de Pío Baroja, refugiado en la Casa de España de París)... La crónica colectiva continúa creciendo, el pasado se va desenterrando, y futuras ediciones de ese work in progress que es Las armas y las letras deberán recoger estas y otras referencias.
Hace unos años, ante la avalancha de nuevos libros sobre el tema (y ante la indecencia de los escritores neofranquistas y “revisionistas”), un poeta mexicano decía que nuestra guerra civil era la historia interminable. No es que no haya acabado, por supuesto, pero sigue mostrándose, su recuerdo sigue vivo y algunas de sus turbulencias ocupan a diario páginas en los periódicos de hoy. Trapiello ha apostado públicamente por desenterrar los cadáveres de las cunetas y deshacer los símbolos totalitarios, como pasos necesarios para la normalización en el modo de gestionar nuestro pasado común y para llegar definitivamente a una “reconciliación” general y sensata, al enterramiento definitivo de las armas. Pero las letras, mientras tanto, seguirán por su camino, y ése sí es felizmente inagotable, irresoluble, imprevisible.

(Reseña publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 731 (mayo de 2o11), pp. 118-122.)