martes, 3 de julio de 2012

Memoria, de José Moreno Villa



MEMORIA COLECTIVA DE UN SOLITARIO

José Moreno Villa, Memoria, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes / El Colegio de México, 2011

 
Las dos instituciones que más importaron en la vida de José Moreno Villa fueron la Residencia de Estudiantes (en la que el pintor y escritor malagueño vivió entre 1917 y 1936) y El Colegio de México (en cuya fundación participó en 1940 y a la que estuvo diariamente vinculado hasta su muerte en 1955). Han pasado las décadas y esas dos instituciones, felizmente activas, se aliaron en 1988 para emprender la publicación de las obras completas de quien tanto hizo por ellas, en justo pago por la confianza que, cada una en su tiempo y a su modo, habían depositado en él. Aquel año, hace catorce, apareció el tomo dedicado a las Poesías completas, y ahora, de nuevo bajo la responsabilidad de Juan Pérez de Ayala y en un volumen que es, en lo material y tipográfico, verdaderamente digno de todos los aplausos y premios, aparece la recopilación de los textos memorialísticos de Moreno Villa.

Algunos son bien conocidos, como Vida en claro. Autobiografía, publicado por primera vez en Méjico en 1944. Pérez de Ayala se deja llevar por el entusiasmo al creer que ese libro “puede considerarse como el libro más hermoso escrito en lengua española sobre la memoria de un individuo y su mundo” (p. 19), pero lo cierto es que es un libro sentido, hondo y muy bien escrito que, por encima de constituir uno de los mejores testimonios sobre su época, desde la luminosa Málaga de su infancia hasta la agitada vida cultural madrileña de los años anteriores a la guerra civil, el privilegiado traslado de intelectuales a Valencia en 1937 y, finalmente, el exilio en Méjico, tras un breve paso por París y Estados Unidos, dibuja de manera magistral el autorretrato de un hombre solitario pero volcado a la amistad, amable pero gruñón, hombre de tertulias y comunidad pero muy celoso de su espacio y su autonomía: “Quería mi absoluta independencia y mi soledad. Nadie valía lo que estas dos cosas, que en realidad son una sola” (p. 118), dice, y también sabe expresar la impaciencia de la vocación creadora, y su intrínseca necesidad de apartamiento (así como la incomprensión que en general despierta en los otros), de un modo insuperable: “el aislamiento no gusta a la gente, lo interpreta como signo de egoísmo y de pereza. Muchas veces, cuando más activo andaba yo en mis adentros, comparando, deduciendo y despegándome de una realidad para subir a otra, penetraba en la sala un pariente y me decía: ‘¿Qué haces ahí, perezoso?’. Aquella pregunta yo la sentía como una agresión que me nublaba de sangre el cerebro. La mejor respuesta hubiera sido tirarle una silla a la cabeza. Porque ¿cómo explicarle que mi pereza, como la del campesino, es una pereza activa y que de mi egoísta apartamiento quería sacar mi trabajo y mi contribución social?” (p. 54). Y páginas después: “Yo soy disciplinado y buen administrador de mi tiempo. Llevo una vida rutinaria, pero siempre en tensión, aplicado a lo que tengo por delante. Necesito muchas horas para lo mío, sin descanso ni distracción arbitraria o a merced de alguien” (pp. 130-131). Sólo dos citas más sobre su búsqueda del ambiente propicio para construir una obra: en pp. 250-251 cuenta que “Hubo que estudiar cosas concretas; y ya se sabe que el estudio de lo concreto y la excesiva disciplina están reñidos con el clima poético, que se nutre de intuiciones múltiples y de relaciones sujetas a una lógica propia, en nada parecida a la de este mundo circunstancial”. Y en la página 533, fuera ya de Vida en claro y dentro de esas “Memorias revueltas” que fue publicando en la prensa mexicana: “Mi paso por la vida, o mi modo de caminar, consistía en defenderme lo más posible de las circunstancias para dedicarme a la obra personal, nada lucrativa pero atrayente”.

La penúltima reflexión del autor da pie a observar que moreno Villa se consideraba, ante todo, poeta, por encima incluso de pintor. Son muchas las veces en que el autor alude a alguno de sus poemas o a los comentarios que despertaron en su día, e incluso incurre demasiado a menudo en ese error tan triste de no sólo citar sino comentar y explicar sus versos, ejerciendo de intérprete de sí mismo, filólogo de su propia obra. Lo cierto es que, a su pesar, lo que queda claro en todos esos apuntes es que el malagueño era incomparablemente mejor prosista que poeta, pero a la vez era un poeta consciente de lo que hacía y que estaba en el buen camino: “yo he sido el menos aventurero de los hombres; a no ser que se tome como aventura el lanzarse a la existencia con la poesía como único salvavidas”, dice en p. 133. Y, después, “no quiero parecerme a los poetas que parten de cosas no vividas por ellos” (p. 181).

Pero Memoria (título que, según revela el editor en su introducción, fue el primero que Moreno Villa barajó para lo que sería Vida en claro) incluye muchas otras piezas, poco difundidas o plenamente inéditas, de distinto valor. Se reproducen los recuerdos y semblanzas de amigos (Luis Buñuel, Max Aub, Emilio Prados, Alfonso Reyes, Federico García Lorca, arremete con bastante dureza contra el aislamiento despectivo de Juan Ramón Jiménez en los años veinte –pp. 581-582– y afirma que “la gran labor de la Institución [Libre de Enseñanza] fue la de inculcar en la gente el amor a la seriedad” –p. 579–…) que Moreno Villa publicó en periódicos mexicanos (y en parte fueron ya recuperados en 2010 por Humberto Huergo Cardoso en Medio mundo y otro medio, que publicó la editorial valenciana Pre-Textos), y también esbozos y apuntes inacabados que se conservan en el archivo del autor, depositado en la Residencia de Estudiantes. Pero la sección más sorprendente y reveladora es la que recoge los “Escritos sobre la guerra civil española”: conferencias, breves dietarios, notas de viaje e incluso una entrevista con las que Moreno Villa se incorpora al pequeño grupo de grandes escritores que contaron cómo fue la guerra en Madrid, a veces en forma de narración, como Arturo Barea y Max Aub, o de diario, como Carlos Morla Lynch, o de crónica, como hizo Manuel Chaves Nogales en ese extraordinario La defensa de Madrid que acaba de publicar la editorial sevillana Renacimiento. Moreno Villa, como Chaves, cuenta cómo estaban las embajadas saturadas de refugiados, cómo los milicianos acudían al frente en tranvía público o cómo se desarrollaban los combates aéreos, pero él, aparte de observarlo y padecerlo desde su habitación de la Residencia, puede dar también testimonio de primera mano de cómo fueron evacuados a Valencia, siguiendo al Gobierno, y de sus meses allá, con “tiendas abarrotadas de comestibles y bebidas, calles repletas de gente, animación y, sobre todo, escenario sin tecleo de ametralladoras, estampidos de cañón y explosiones” (p. 310).

La peripecia vital de Moreno Villa pasó, por tanto, por varios de los acontecimientos principales de su tiempo. Además de tratarse con buena parte de los políticos y artistas más relevantes de aquellos años, y aparte del rico mundo interior que proyectó en su obra plástica, sufrió la guerra y un exilio que sería definitivo. Fue esa distancia la que le condujo a una nostalgia que a su vez le obligó a escribir todo lo que ahora, reunido y puesto en limpio, podemos leer en la serena pero palpitante Memoria de un hombre tan introspectivo que acabó comprendiendo, en la última sentencia del libro, que “El fantasma de cada cual tiene que vivir y crecer, acaso con más derecho que el otro personaje, el que todos conocen de nosotros” (p. 679).

[Reseña publicada en Turia, nº 103 (junio 2o12), pp. 433-435.]

 

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