MEMORIA COLECTIVA DE UN SOLITARIO
Las dos instituciones
que más importaron en la vida de José Moreno Villa fueron la Residencia de
Estudiantes (en la que el pintor y escritor malagueño vivió entre 1917 y 1936)
y El Colegio de México (en cuya fundación participó en 1940 y a la que estuvo
diariamente vinculado hasta su muerte en 1955). Han pasado las décadas y esas
dos instituciones, felizmente activas, se aliaron en 1988 para emprender la
publicación de las obras completas de quien tanto hizo por ellas, en justo pago
por la confianza que, cada una en su tiempo y a su modo, habían depositado en
él. Aquel año, hace catorce, apareció el tomo dedicado a las Poesías completas, y ahora, de nuevo
bajo la responsabilidad de Juan Pérez de Ayala y en un volumen que es, en lo
material y tipográfico, verdaderamente digno de todos los aplausos y premios, aparece
la recopilación de los textos memorialísticos de Moreno Villa.
Algunos
son bien conocidos, como Vida en claro.
Autobiografía, publicado por primera vez en Méjico en 1944. Pérez de Ayala
se deja llevar por el entusiasmo al creer que ese libro “puede considerarse
como el libro más hermoso escrito en lengua española sobre la memoria de un
individuo y su mundo” (p. 19), pero lo cierto es que es un libro sentido, hondo
y muy bien escrito que, por encima de constituir uno de los mejores testimonios
sobre su época, desde la luminosa Málaga de su infancia hasta la agitada vida
cultural madrileña de los años anteriores a la guerra civil, el privilegiado
traslado de intelectuales a Valencia en 1937 y, finalmente, el exilio en
Méjico, tras un breve paso por París y Estados Unidos, dibuja de manera
magistral el autorretrato de un hombre solitario pero volcado a la amistad,
amable pero gruñón, hombre de tertulias y comunidad pero muy celoso de su
espacio y su autonomía: “Quería mi absoluta independencia y mi soledad. Nadie
valía lo que estas dos cosas, que en realidad son una sola” (p. 118), dice, y también
sabe expresar la impaciencia de la vocación creadora, y su intrínseca necesidad
de apartamiento (así como la incomprensión que en general despierta en los
otros), de un modo insuperable: “el aislamiento no gusta a la gente, lo
interpreta como signo de egoísmo y de pereza. Muchas veces, cuando más activo
andaba yo en mis adentros, comparando, deduciendo y despegándome de una
realidad para subir a otra, penetraba en la sala un pariente y me decía: ‘¿Qué
haces ahí, perezoso?’. Aquella pregunta yo la sentía como una agresión que me
nublaba de sangre el cerebro. La mejor respuesta hubiera sido tirarle una silla
a la cabeza. Porque ¿cómo explicarle que mi pereza, como la del campesino, es
una pereza activa y que de mi egoísta apartamiento quería sacar mi trabajo y mi
contribución social?” (p. 54). Y páginas después: “Yo soy disciplinado y buen
administrador de mi tiempo. Llevo una vida rutinaria, pero siempre en tensión,
aplicado a lo que tengo por delante. Necesito muchas horas para lo mío, sin
descanso ni distracción arbitraria o a merced de alguien” (pp. 130-131). Sólo
dos citas más sobre su búsqueda del ambiente propicio para construir una obra:
en pp. 250-251 cuenta que “Hubo que estudiar cosas concretas; y ya se sabe que
el estudio de lo concreto y la excesiva disciplina están reñidos con el clima
poético, que se nutre de intuiciones múltiples y de relaciones sujetas a una
lógica propia, en nada parecida a la de este mundo circunstancial”. Y en la
página 533, fuera ya de Vida en claro
y dentro de esas “Memorias revueltas” que fue publicando en la prensa mexicana:
“Mi paso por la vida, o mi modo de caminar, consistía en defenderme lo más
posible de las circunstancias para dedicarme a la obra personal, nada lucrativa
pero atrayente”.
La
penúltima reflexión del autor da pie a observar que moreno Villa se
consideraba, ante todo, poeta, por encima incluso de pintor. Son muchas las
veces en que el autor alude a alguno de sus poemas o a los comentarios que
despertaron en su día, e incluso incurre demasiado a menudo en ese error tan
triste de no sólo citar sino comentar y explicar sus versos, ejerciendo de
intérprete de sí mismo, filólogo de su propia obra. Lo cierto es que, a su
pesar, lo que queda claro en todos esos apuntes es que el malagueño era
incomparablemente mejor prosista que poeta, pero a la vez era un poeta
consciente de lo que hacía y que estaba en el buen camino: “yo he sido el menos
aventurero de los hombres; a no ser que se tome como aventura el lanzarse a la
existencia con la poesía como único salvavidas”, dice en p. 133. Y, después,
“no quiero parecerme a los poetas que parten de cosas no vividas por ellos” (p.
181).
Pero
Memoria (título que, según revela el
editor en su introducción, fue el primero que Moreno Villa barajó para lo que
sería Vida en claro) incluye muchas
otras piezas, poco difundidas o plenamente inéditas, de distinto valor. Se
reproducen los recuerdos y semblanzas de amigos (Luis Buñuel, Max Aub, Emilio
Prados, Alfonso Reyes, Federico García Lorca, arremete con bastante dureza
contra el aislamiento despectivo de Juan Ramón Jiménez en los años veinte –pp.
581-582– y afirma que “la gran labor de la Institución [Libre de Enseñanza] fue
la de inculcar en la gente el amor a la seriedad” –p. 579–…) que Moreno Villa
publicó en periódicos mexicanos (y en parte fueron ya recuperados en 2010 por
Humberto Huergo Cardoso en Medio mundo y
otro medio, que publicó la editorial valenciana Pre-Textos), y también
esbozos y apuntes inacabados que se conservan en el archivo del autor,
depositado en la Residencia de Estudiantes. Pero la sección más sorprendente y
reveladora es la que recoge los “Escritos sobre la guerra civil española”:
conferencias, breves dietarios, notas de viaje e incluso una entrevista con las
que Moreno Villa se incorpora al pequeño grupo de grandes escritores que contaron
cómo fue la guerra en Madrid, a veces en forma de narración, como Arturo Barea
y Max Aub, o de diario, como Carlos Morla Lynch, o de crónica, como hizo Manuel
Chaves Nogales en ese extraordinario La
defensa de Madrid que acaba de publicar la editorial sevillana Renacimiento.
Moreno Villa, como Chaves, cuenta cómo estaban las embajadas saturadas de
refugiados, cómo los milicianos acudían al frente en tranvía público o cómo se
desarrollaban los combates aéreos, pero él, aparte de observarlo y padecerlo desde
su habitación de la Residencia, puede dar también testimonio de primera mano de
cómo fueron evacuados a Valencia, siguiendo al Gobierno, y de sus meses allá,
con “tiendas abarrotadas de comestibles y bebidas, calles repletas de gente,
animación y, sobre todo, escenario sin tecleo de ametralladoras, estampidos de
cañón y explosiones” (p. 310).
La
peripecia vital de Moreno Villa pasó, por tanto, por varios de los acontecimientos
principales de su tiempo. Además de tratarse con buena parte de los políticos y
artistas más relevantes de aquellos años, y aparte del rico mundo interior que
proyectó en su obra plástica, sufrió la guerra y un exilio que sería
definitivo. Fue esa distancia la que le condujo a una nostalgia que a su vez le
obligó a escribir todo lo que ahora, reunido y puesto en limpio, podemos leer
en la serena pero palpitante Memoria de
un hombre tan introspectivo que acabó comprendiendo, en la última sentencia del
libro, que “El fantasma de cada cual tiene que vivir y crecer, acaso con más
derecho que el otro personaje, el que todos conocen de nosotros” (p. 679).
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