jueves, 9 de agosto de 2012

Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta, de Juan Manuel Bonet



EL BUSCADOR DE ORO


Juan Manuel Bonet
Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta
Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2012


No conozco a nadie que sienta un mayor entusiasmo por las cosas que le gustan que Juan Manuel Bonet, y tampoco conozco a nadie con más capacidad para contagiarlo. A su edad mucha gente empieza a retirarse, a conformarse, a acomodarse con las pocas cosas que más feliz le hacen y gozarlas continuamente, sin seguir buscando. El afán explorador de Bonet es, por el contrario, creciente, y su apetito infatigable y su curiosidad imbatible. Es mucho lo que uno ha aprendido de su sabiduría, pero creo que es más valioso aún lo que he aprendido de su actitud, de su pasión, de la alegría con la que siempre quiere saber más sobre esas primeras décadas del siglo XX que tanto le fascinan y que en buena medida tiene archivadas en las estanterías de su domicilio y, sobre todo, en su prodigiosa memoria. Bonet lo sabe todo, y sin embargo cada día sabe más, en una paradoja que se explica por los nuevos hallazgos que él mismo realiza en los rastros que visita en decenas de países y por el modo en el que asimila y amplía los descubrimentos de otros investigadores, a los que siempre puede añadir un cabo más, un testimonio iluminador, una nueva pista que seguir.

            Cuando hablamos de la erudición jolgoriosa de Bonet con respecto a las vanguardias, no nos referimos especialmente a la española (sobre la que escribió un Diccionario ya imprescindible) sino también a las americanas y las europeas (por razones biográficas es, por ejemplo, experto en la francesa y la polaca), y no hablamos sólo de literatura y arte, sino de música, arquitectura o fotografía, pero todavía le queda sitio en sus afectos para ser un fanático tintinófilo (en 2011 comisarió en Madrid una curiosa exposición en la que artistas jóvenes recreaban las cubiertas de todos los tebeos deTintín) y tiempo en su agenda para devorar novelas de espías y de Patrick Modiano, aparte de ser él mismo uno de los mejores y más extraños poetas españoles (y digo extraño en el mejor sentido de la palabra: su poesía es única, originalísima y escurridiza, pues a menudo publica versos en catálogos de arte, en revistas invisibles o en pequeñas ediciones de coleccionista...).

            Ya durante sus años como director del Instituto Valenciano de Arte Moderno mostró su amor por el Ultraísmo, esa vanguardia que sacudió la poesía española entre 1919 y 1925, y ahora culmina ese trabajo con una monumental antología de lo mejor que ha quedado de aquel movimiento, con textos de sesenta autores (entre los que figuran Valle-Inclán, Borges, Huidobro, Gerardo Diego, César González-Ruano, Antonio Espina o Juan Larrea). Tras la lectura, el balance es necesariamente irregular: si la intención de Bonet era ofrecer una muestra panorámica del Ultraísmo, el resultado es impecable y tal vez definitivo, y en ese éxito tiene mucho que ver el conciso y brillante prólogo, así como las notas que preceden a los textos de cada uno de los poetas antologados. Si en el ánimo del compilador estaba convencer de la calidad de aquella corriente, uno ha de reconocer que este libro no ha hecho más que acentuar mi impresión (más instintiva que documentada) de que aquellos autores se movieron guiados por una caprichocracia simpática pero más bien estéril que les impidió llegar muy lejos o muy hondo en las cosas que al cabo importan. Me parece que hay poca emoción real en estos versos, poca verdad. Hay, sí, mucha sorpresa, pero es más la de las ocurrencias de la imaginación que la insuperable que produce la propia existencia. En los mejores casos no hay duda de que los poetas invirtieron en esos poemas su intimidad, sus temores, su insatisfacción... y bajo la palabrería y las bromas (y, a veces, bajo la chatarra más desafortunada o inane) se adivina un impulso creativo sincero, una inquietud creíble, un algo que decir que a veces es amoroso y a veces evocador y a veces político: casi todo lo que encontramos en otras corrientes poéticas lo encontramos aquí envuelto en risueños ropajes ultraístas que en la mayor parte de los casos son un obstáculo y no una ayuda, como una forma de expresión que se pusiera zancadillas a sí misma. Entre los logros, no se puede discutir que el Ultraísmo construyó un nuevo imaginario de Madrid y, en general, llevaron la poesía urbana hasta un punto de no retorno; que contribuyeron a dinamitar los "marcos" del poema, consiguiendo audaces conquistas formales (el título de la antología, tomado de un verso de Pedro Garfias, es perfecto); que ensayaron piruetas y osadías que algunos llevarían con provecho a su obra post-ultraísta; y que, en fin, se lo pasaron bien escribiendo, lo cual no es nada despreciable. Pero el legado es insatisfactorio. "Los poemas ultraístas -dijeron en una de sus consignas- se confeccionan arrojando las palabras al azar sobre la plenitud cósmica." Ese universo, a juzgar por lo que nos ha llegado, se les quedó pequeño.

[Reseña publicada en la edición de la Comunidad Valenciana de ABC, 31 de junio de 2o12] 

viernes, 6 de julio de 2012

La vuelta a Europa en avión, de Manuel Chaves Nogales





EL HOMBRE DEL TIEMPO


La vuelta a Europa en avión (Un pequeño burgués en la Rusia roja)
Barcelona, Libros del Asteroide, 2012.


Parece imposible comentar un libro de Manuel Chaves Nogales sin caer en la tentación de citarlo por extenso y, entre todos los que publicó, La vuelta a Europa en avión. (Un pequeño burgués en la Rusia roja) es tal vez el que con mayor claridad se muestra más susceptible de ser resumido que reseñado.

            Es también uno de los más lúcidos y sólidos títulos de ese extraordinario periodista que fue Chaves, y en él está todo lo que a día de hoy tanto nos impresiona de él: aparte de la calidad literaria, que aquí alcanza lo magnífico, está su extrema perspicacia a la hora de interpretar su presente, su a veces pasmosa capacidad profética, esa tenaz e infatigable curiosidad que lo llevó a escrutar todos los rincones de su tiempo o su firme compromiso con la democracia y las libertades, que le ayudó a discernir con sensatez e inteligencia lo que casi nadie supo o pudo o quiso distinguir en aquellos años. Y el rótulo del volumen (que Libros del Asteroide acaba de recuperar para los lectores de hoy) es exacto: se trata de un paseo por la Europa de 1928 en sucesivas avionetas (el recorrido le lleva desde España hasta Rusia sobrevolando Francia, Suiza y Alemania, y volviendo por Checoslovaquia, Austria e Italia), pero es la estancia en el Estado de los Soviets la que ocupa más de dos tercios de las páginas.

            El libro comienza con ilusión infantil, con un espíritu emprendedor y aventurero ante un panorama adánico en el que el mundo, visto desde las alturas, está por estrenar: “este gran queso que es el planeta está apenas empezado”. Se comprende enseguida que “la aviación ha empequeñecido el mundo. Terminará por transformar radicalmente el sentido que de él teníamos”, y que, al acceder a la modernidad, “era necesario saltar de uno a otro continente con la misma sencillez con que se pasa de una habitación a otra dentro de casa”.

            “Andar y contar es mi oficio”, había dejado dicho en el “Prospecto” que abre el libro, y a ello se entrega. Comienza observando que “Francia tiene miedo del formidable resurgir de Alemania. Advierte que su enemiga secular se levanta cada día más prepotente y se aferra a la dolorosa convicción de una futura guerra”, y días después, ya en Alemania, asiste al éxito de Berlín, sinfonía de una gran ciudad, que anima a Chaves a protestar contra el maquinismo y la robotización de la vida: “Se necesita ser tan idiota como Marinetti para rendirse así a una cosa inferior” (del mismo modo que páginas más tarde y en otro imperio observará con fastidio que “el culto a la industria, el fetichismo de la máquina es una de las características del sovietismo”). Pero Chaves Nogales, por inteligente y adelantado que fuese, no podía carecer de todos los prejuicios habituales de su tiempo, y, aunque entiende que “la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud”, se escandaliza con la permisividad que esa ciudad ofrece a los homosexuales (“He quedado sorprendido repasando varias publicaciones homosexuales de las que están llenos los quioscos, en las cuales se defiende con argumentaciones de carácter científico y hasta religioso esta aberración”), al tiempo que da un testimonio de primera mano sobre el desatado Berlín de entreguerras: “Lo más sorprendente de la guerra europea es que, en apariencia, ha sido olvidada por completo. […] Al día siguiente de terminar la guerra, la gente se puso a trabajar y a divertirse como si no hubiese pasado nada. […] No se quiere nada con aquello. A trabajar y a obtener con el producto del trabajo el mayor bienestar posible; pero sin preocupaciones. Trabajar y gozar” (pero ésta no era una actitud exclusiva de los alemanes: en "Recuerdos de la era del jazz" –que acaba de conocer dos nuevas ediciones españolas en Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos, en Zut, y en El Crack-Up, en Capitán Swing–, Francis Scott Fitzgerald dice que en aquellos años "para muchos ingleses la guerra todavía sigue porque todas las fuerzas que los amenazan aún permanecen activas… Por lo tanto, comamos, bebamos y divirtámo­nos, porque mañana moriremos"...).

            A Chaves sólo le interesa lo verdadero, lo real, pero a menudo lo sabe expresar con un humor lleno de poesía, y de hecho se permite alguna greguería (“La Tierra […] es demasiado vieja para ser nuestra madre”) o alguna ‘barojada’ inexplicable (“No hay nada más estúpido que un lago”…). A cambio de esos arranques, lo que salta a cada paso al lector es el buen juicio: “Cada vez soy más fervoroso partidario de la compenetración. Creo que todo lo que se hace en el mundo es producto de fusiones de ideas, sentimientos o fuerzas. Lo peor del mundo es el aislamiento, las fronteras, el ignorarse los unos a los otros, el negarse”.

            Así se lanza a lo que él califica de “reportaje sobre Rusia”, dejando claro, como declaración de intenciones, que “no escribo para especialistas documentados, sino para el gran público”. Y lo que va descubriendo le produce impresiones contradictorias que transmite en su crónica de modo a veces desconcertante, casi confuso, algo que alcanza incluso a su diagnóstico final, como enseguida veremos, y que no le impide empezar destapándose con una pulla, que todavía tendría vigencia entre nosotros, contra “estos tipos de intelectuales, artistoides, platónicos amantes de la humanidad que en Occidente sienten veleidades comunistas [pero que] se horrorizarían si vieran de cerca lo que es la vida comunista. Y no lo digo en daño del comunismo, sino de ellos”. Otro andaluz agudo, José Moreno Villa, constataba en Vida en claro que en esos mismos años, exactamente a la altura de 1927, “en los Estados Unidos pensaban así [con poco meditadas simpatías comunistas], por moda, muchos que tenían grandes cuentas corrientes en los bancos”.

En Rusia, a ojos de Chaves, sucede que, por un lado:


1. “Apenas se pone el pie en Moscú, se tiene súbitamente, de una vez, la sensación de que aquello ha sido arrasado por la revolución. Se ve enseguida que el bolchevismo ha arrancado de cuajo todo lo anterior, no ya  las instituciones de gobierno, sino las raíces más hondas de la vida privada rusa, los fundamentos de la familia, los estímulos personales, todo.”


2. “Hoy, a pesar de la dictadura del proletariado, el obrero de la fábrica vive peor en Moscú que en Berlín, Londres o Nueva York.”


            3. Es un estado policial y vigilado hasta lo irrespirable: “He tenido ocasión de comprobar la omnipresencia de los agentes de la G.P.U. Lo ven todo y lo saben todo. Piénsese que no sólo sus directores sino muchos de sus agentes han sido cocineros antes de frailes, es decir, que han estado muchos años burlando a la Policía del zar o cayendo en sus garras. Son, indudablemente, la gente que estaba mejor preparada para organizar una Policía política. Imagínese lo que sería la Guardia Civil española si estuviese algún día en manos de los gitanos”.


            4. Son denunciables los abusivos e hipócritas privilegios de los miembros del Partido: “Ser comunista en Rusia es pertenecer a una clase aristocrática. Los comunistas han formado desde luego una especie de aristocracia que es la que rige hoy los destinos de Rusia. El acceso a esta clase es tan difícil como el acceso a cualquier aristocracia. No es comunista todo el que quiere”.


            Y, sin embargo,


            1. “Yo, que no soy comunista, quisiera saber qué fuerza ideológica hay actualmente en el mundo capaz de provocar un heroísmo semejante.”


2. “Lo primero que se advierte es que ha sido suprimida toda superfluidad. La gente tiene necesidad de comer, dormir y reunirse, y a estas necesidades se atiende, pero sucintamente. […] he encontrado gente que se consideraba infeliz por esta determinación de lo necesario que hace el comunismo.”


            3. Los esfuerzos pedagógicos son dignos de alabanza: “Los excesos del comunismo, por muy terribles que a la gente burguesa le parezcan, tendrán siempre un fondo civilizador, una estimación de la humanidad que los hacen deseables cuando se ve de cerca la vida bestial de estos montañeses rusos. Aunque no se considere que el comunismo representa un tipo superior de civilización; aunque el ciudadano de Londres, París o Berlín tenga derecho a estimarlo como una regresión, como un salto atrás en el progreso, siempre habrá que agradecerle por lo menos la misión civilizadora que heroicamente está ejerciendo en contra de la barbarie campesina en Rusia. Esto nunca lo había intentado el zar”.


            Así que, ordenando sus conclusiones al salir del país:


1. “Yo me atrevo a creer que la postura del hombre auténticamente civilizado no es la de ser comunista o anticomunista, sino la de estar atento al desenvolvimiento de los hechos, pesando y sopesando las responsabilidades de cada uno de los factores que han intervenido en la terrible experiencia que se está haciendo en la carne viva de un pueblo de ciento cuarenta millones de habitantes, sin desechar la posibilidad del alumbramiento de una nueva humanidad, pero sin perder de vista al mismo tiempo que puede haberse errado la senda.”


            2. “En la Rusia bolchevique no hay más que la tiranía de una clase social sobre las otras, y, dominándolo todo, los instrumentos de esta tiranía: el Ejército Rojo y la Policía política, la G.P.U.”


            3. “Aun reconociendo que los procedimientos de represión empleados por la Dictadura del Proletariado son idénticos –más feroces si cabe– que los de todas las dictaduras, me repugna equiparar el Gobierno soviético a cualquier Gobierno dictatorial de los países burgueses. Hay una diferencia sustancial que olvidan los demócratas de pura sangre, muy aferrados a la idea de esta absoluta identidad entre las dictaduras: la motivación”


4. “La verdad es que, apenas he salido de Rusia y he puesto el pie en una ciudad alemana, he tenido una clara sensación de alivio; he sentido que se me ensanchaban los pulmones y que respiraba otra vez con plena libertad.”


         Ya se ve que Chaves, aunque acierta a preguntarse sin necesidad de responderse si “¿El amor hacia el pueblo debe llevar hasta el extremo de sacrificarlo?”, no acaba de mostrarse muy decidido en su sentencia, hasta el punto de que tanto titubeo le lleva incluso a lanzar razonamientos que, aparte de incoherentes con lo dicho antes, pueden parecer impropios de su clarividencia: “No; pensar que la revolución comunista, porque no haya podido mantener sus conquistas y porque haya tenido que emplear procedimientos de represión verdaderamente inhumanos, pueda ser liquidada con un borrón y cuenta nueva y pasar a la Historia como un movimiento de regresión a la barbarie, es una insensatez que no puede caber en ninguna cabeza medianamente organizada”. Así pues, pros y contras entremezclados, pero donde el instinto de Chaves, aun sin atreverse a una condena contundente y definitiva, le lleva a torcer el gesto ante lo que ha visto y a preferir sin vacilaciones lo que recupera al verse de nuevo al oeste del país ruso.

            Eso sí, lo que ha observado en Rusia es tan serio, tan monolítico y tan agobiantemente organizado (en un territorio que se habría creído ingobernable) que Chaves (que aún publicaría otros tres libros sobre Rusia: La bolchevique enamorada. (El amor en la Rusia roja), Lo que ha quedado del imperio de los zares y El maestro Juan Martínez que estaba allí) sí se atreve a lanzar una afirmación con absoluta seguridad, en forma de predicción que, por una vez, falló: “En Rusia, esto no hace falta ser profeta para asegurarlo, no habrá ya nunca una restauración monárquica, ni cabe soñar en la sustitución del socialismo imperante por ningún régimen liberal o democrático a la manera occidental”, o, más adelante y todavía con más convicción, que “diez años de régimen comunista han creado en Rusia un sentido comunista de la existencia que imposibilita toda vuelta al régimen burgués. Ya no es posible”.


[Reseña publicada en Juan Bonilla y Juan Marqués (coords.), Chaves Nogales, Sevilla, Ediciones de La Isla de Siltolá, 2012.]

martes, 3 de julio de 2012

Memoria, de José Moreno Villa



MEMORIA COLECTIVA DE UN SOLITARIO

José Moreno Villa, Memoria, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes / El Colegio de México, 2011

 
Las dos instituciones que más importaron en la vida de José Moreno Villa fueron la Residencia de Estudiantes (en la que el pintor y escritor malagueño vivió entre 1917 y 1936) y El Colegio de México (en cuya fundación participó en 1940 y a la que estuvo diariamente vinculado hasta su muerte en 1955). Han pasado las décadas y esas dos instituciones, felizmente activas, se aliaron en 1988 para emprender la publicación de las obras completas de quien tanto hizo por ellas, en justo pago por la confianza que, cada una en su tiempo y a su modo, habían depositado en él. Aquel año, hace catorce, apareció el tomo dedicado a las Poesías completas, y ahora, de nuevo bajo la responsabilidad de Juan Pérez de Ayala y en un volumen que es, en lo material y tipográfico, verdaderamente digno de todos los aplausos y premios, aparece la recopilación de los textos memorialísticos de Moreno Villa.

Algunos son bien conocidos, como Vida en claro. Autobiografía, publicado por primera vez en Méjico en 1944. Pérez de Ayala se deja llevar por el entusiasmo al creer que ese libro “puede considerarse como el libro más hermoso escrito en lengua española sobre la memoria de un individuo y su mundo” (p. 19), pero lo cierto es que es un libro sentido, hondo y muy bien escrito que, por encima de constituir uno de los mejores testimonios sobre su época, desde la luminosa Málaga de su infancia hasta la agitada vida cultural madrileña de los años anteriores a la guerra civil, el privilegiado traslado de intelectuales a Valencia en 1937 y, finalmente, el exilio en Méjico, tras un breve paso por París y Estados Unidos, dibuja de manera magistral el autorretrato de un hombre solitario pero volcado a la amistad, amable pero gruñón, hombre de tertulias y comunidad pero muy celoso de su espacio y su autonomía: “Quería mi absoluta independencia y mi soledad. Nadie valía lo que estas dos cosas, que en realidad son una sola” (p. 118), dice, y también sabe expresar la impaciencia de la vocación creadora, y su intrínseca necesidad de apartamiento (así como la incomprensión que en general despierta en los otros), de un modo insuperable: “el aislamiento no gusta a la gente, lo interpreta como signo de egoísmo y de pereza. Muchas veces, cuando más activo andaba yo en mis adentros, comparando, deduciendo y despegándome de una realidad para subir a otra, penetraba en la sala un pariente y me decía: ‘¿Qué haces ahí, perezoso?’. Aquella pregunta yo la sentía como una agresión que me nublaba de sangre el cerebro. La mejor respuesta hubiera sido tirarle una silla a la cabeza. Porque ¿cómo explicarle que mi pereza, como la del campesino, es una pereza activa y que de mi egoísta apartamiento quería sacar mi trabajo y mi contribución social?” (p. 54). Y páginas después: “Yo soy disciplinado y buen administrador de mi tiempo. Llevo una vida rutinaria, pero siempre en tensión, aplicado a lo que tengo por delante. Necesito muchas horas para lo mío, sin descanso ni distracción arbitraria o a merced de alguien” (pp. 130-131). Sólo dos citas más sobre su búsqueda del ambiente propicio para construir una obra: en pp. 250-251 cuenta que “Hubo que estudiar cosas concretas; y ya se sabe que el estudio de lo concreto y la excesiva disciplina están reñidos con el clima poético, que se nutre de intuiciones múltiples y de relaciones sujetas a una lógica propia, en nada parecida a la de este mundo circunstancial”. Y en la página 533, fuera ya de Vida en claro y dentro de esas “Memorias revueltas” que fue publicando en la prensa mexicana: “Mi paso por la vida, o mi modo de caminar, consistía en defenderme lo más posible de las circunstancias para dedicarme a la obra personal, nada lucrativa pero atrayente”.

La penúltima reflexión del autor da pie a observar que moreno Villa se consideraba, ante todo, poeta, por encima incluso de pintor. Son muchas las veces en que el autor alude a alguno de sus poemas o a los comentarios que despertaron en su día, e incluso incurre demasiado a menudo en ese error tan triste de no sólo citar sino comentar y explicar sus versos, ejerciendo de intérprete de sí mismo, filólogo de su propia obra. Lo cierto es que, a su pesar, lo que queda claro en todos esos apuntes es que el malagueño era incomparablemente mejor prosista que poeta, pero a la vez era un poeta consciente de lo que hacía y que estaba en el buen camino: “yo he sido el menos aventurero de los hombres; a no ser que se tome como aventura el lanzarse a la existencia con la poesía como único salvavidas”, dice en p. 133. Y, después, “no quiero parecerme a los poetas que parten de cosas no vividas por ellos” (p. 181).

Pero Memoria (título que, según revela el editor en su introducción, fue el primero que Moreno Villa barajó para lo que sería Vida en claro) incluye muchas otras piezas, poco difundidas o plenamente inéditas, de distinto valor. Se reproducen los recuerdos y semblanzas de amigos (Luis Buñuel, Max Aub, Emilio Prados, Alfonso Reyes, Federico García Lorca, arremete con bastante dureza contra el aislamiento despectivo de Juan Ramón Jiménez en los años veinte –pp. 581-582– y afirma que “la gran labor de la Institución [Libre de Enseñanza] fue la de inculcar en la gente el amor a la seriedad” –p. 579–…) que Moreno Villa publicó en periódicos mexicanos (y en parte fueron ya recuperados en 2010 por Humberto Huergo Cardoso en Medio mundo y otro medio, que publicó la editorial valenciana Pre-Textos), y también esbozos y apuntes inacabados que se conservan en el archivo del autor, depositado en la Residencia de Estudiantes. Pero la sección más sorprendente y reveladora es la que recoge los “Escritos sobre la guerra civil española”: conferencias, breves dietarios, notas de viaje e incluso una entrevista con las que Moreno Villa se incorpora al pequeño grupo de grandes escritores que contaron cómo fue la guerra en Madrid, a veces en forma de narración, como Arturo Barea y Max Aub, o de diario, como Carlos Morla Lynch, o de crónica, como hizo Manuel Chaves Nogales en ese extraordinario La defensa de Madrid que acaba de publicar la editorial sevillana Renacimiento. Moreno Villa, como Chaves, cuenta cómo estaban las embajadas saturadas de refugiados, cómo los milicianos acudían al frente en tranvía público o cómo se desarrollaban los combates aéreos, pero él, aparte de observarlo y padecerlo desde su habitación de la Residencia, puede dar también testimonio de primera mano de cómo fueron evacuados a Valencia, siguiendo al Gobierno, y de sus meses allá, con “tiendas abarrotadas de comestibles y bebidas, calles repletas de gente, animación y, sobre todo, escenario sin tecleo de ametralladoras, estampidos de cañón y explosiones” (p. 310).

La peripecia vital de Moreno Villa pasó, por tanto, por varios de los acontecimientos principales de su tiempo. Además de tratarse con buena parte de los políticos y artistas más relevantes de aquellos años, y aparte del rico mundo interior que proyectó en su obra plástica, sufrió la guerra y un exilio que sería definitivo. Fue esa distancia la que le condujo a una nostalgia que a su vez le obligó a escribir todo lo que ahora, reunido y puesto en limpio, podemos leer en la serena pero palpitante Memoria de un hombre tan introspectivo que acabó comprendiendo, en la última sentencia del libro, que “El fantasma de cada cual tiene que vivir y crecer, acaso con más derecho que el otro personaje, el que todos conocen de nosotros” (p. 679).

[Reseña publicada en Turia, nº 103 (junio 2o12), pp. 433-435.]

 

martes, 5 de junio de 2012

Segunda oscuridad, de Andrés Trapiello



MUCHO MÁS QUE OTRO LIBRO
Andrés Trapiello
Segunda oscuridad
Valencia, Pre-Textos, 2o12



Tras ofrecernos bajo el sello de Tusquets dos libros que, para decirlo desde el principio y rápidamente, contienen algunos de los mejores poemas que se han escrito en castellano en las últimas décadas (Rama desnuda, en 2001, y Un sueño en otro, en 2004), y tras ocho años de espera, Andrés Trapiello vuelve a publicar versos en su casa valenciana de la editorial Pre-Textos, donde ya apareció en 1993 Acaso una verdad, otro extraordinario volumen que mereció el Premio de la Crítica. Y entre estos cincuenta y nueve nuevos poemas que componen Segunda oscuridad, hay otra vez diez o doce que son verdaderamente definitivos, perfectos, conmovedores, y que convierten al conjunto en algo más que otro libro de plenitud.

Quien piense que exagero no tiene más que acudir al primer poema del libro, "Mesa", o adelantarse y leer el último, "Niños en la calleja". Trapiello siempre ha sido muy hábil al elegir los poemas de entrada y salida de sus libros (el que cerraba Rama desnuda, intitulado y horaciano, es tal vez el poema más sublime y rotundo que ha escrito nunca) y este nuevo libro no supone una excepción. La novedad más llamativa es que en ambos poemas acaba colándose la muerte, un tema que, libro a libro, va ganando más terreno y ensombreciendo más páginas (y de hecho el título general también alude a ella, como se comprueba en el también impecable poema "Las dos noches"). Entre uno y otro, otros textos como "A unas rosas secas", "Ánades", "Golondrinas", el dickinsoniano y precioso "Flores de cerezo" (y también en los homenajes directos de "Amherst" y "Lámpara, insectos"), "Hormiga", la elegía a "Ramón Gaya" o "Lilas fuera del tiempo" son poemas en los que sencilla y directamente hallamos eso que muchos pedimos a la poesía, que nos recuerdan por qué la buscamos entre el ruido y la leemos, por qué perseveramos.

Con los mimbres de siempre, con los misterios y símbolos eternos, Trapiello ha conseguido otro libro que será siempre joven y que, a su modo y gracias al estilo y el carácter cada vez más refinado de su literatura, también es incontestablemente original. Ya he apuntado que la muerte va apareciendo con desasosegante ritmo y creciente protagonismo (incluso en los poemas de amor, como "El despertar"), pero también hay más humor, y más explícito, aunque no ese humor bañado en ironía nihilista que tanto abunda en esa 'poesía de listillos' que se estila hoy, sino un humor con verdadera alegría e inteligencia, que casi se finge infantil (como en el poema "Agropecuaria (Una poética)") y que, paradójicamente, puede llegar a ser mucho más mordaz, retorcido y, desde luego, eficaz. La de Trapiello es una poesía construida a partir de tópicos clásicos sobre los que él arroja siempre una nueva luz. La poesía sirve para recordarnos continuamente las cosas elementales, pero cada vez de un modo nuevo, y en ese sentido Trapiello es un maestro, y sus versos mucho más vivos y mucho menos ingenuos que los de los poetas obsesionados por alcanzar una novedad que casi nunca es tal: es un desafío mucho más exigente decir algo nunca oído o incluso insólito sobre un amanecer, un jilguero o unos jazmines, y, si se tiene el talento y la intuición de Trapiello, el resultado es insuperable. Una vida de amor y de trabajo, de paz y de inspiración, de silencio y también de recuerdos (como el que se relata en "Mota de polvo") da lugar a meditaciones y hallazgos que a veces se convierten en poemas como éstos (pues "lo que se sabe sentir se sabe decir", como Trapiello recuerda a menudo, citando a Cervantes). Con todo ello el poeta leonés ahonda todavía un poco más en lo que siempre ha sido suyo, y nos entrega otro eslabón contemporáneo y muy íntimo de ese eterno libro de todos, interminable y colectivo, que se lleva escribiendo desde la primera perplejidad, desde la primera pregunta, desde la primera palabra que alguien quiso dejar grabada con verdad y emoción. "El mismo libro", sí, pero cada vez distinto y cada vez mejor.

[Reseña publicada en la edición de la Comunidad Valenciana de ABC, 26 de mayo de 2o12]

lunes, 7 de mayo de 2012

En otra casa, de Antonio Moreno


La elección del bien

Antonio Moreno
En otra casa

Ediciones de la Isla de Siltolá
Sevilla, 2012

Quienes nos negamos a escribir nada que no contenga algo de celebración y de gratitud encontramos en Antonio Moreno (Alicante, 1964) a uno de los nuestros. La línea principal y más sólida de su escritura la constituye su obra poética, reunida en 2007 en Intervalo (La Veleta) y ampliada en 2010 con Nombres del árbol (Tusquets), pero es en sus libros en prosa, liberado de la métrica y del misterio del poema, donde con más claridad y desnudez expresa su sabia, por sobria, actitud ante la existencia, su forma de habitar un mundo que es deliberadamente reducido.
La vida es un lugar tan extraño y tan mágico que para disfrutarla y ponerse a su servicio basta con quedarse en casa, entregarse a la rutina y hacer las tres o cuatro cosas de siempre, pero hacerlas a conciencia. "Quien es dueño de un techo propio y de un cuarto donde recogerse a solas sin duda goza de un bien suficiente para sentirse a gusto y sereno. Y en la serenidad se halla la raíz de toda dicha verdadera. Muchos son los sabios que han discurrido acerca del contenido de la felicidad, pero la felicidad es un don muy simple consistente en la paz del espíritu" (p. 25), pero ya no es que quien escribe eso goce de una capacidad de contemplación casi zen ("Mirar las plantas detenidamente, que es como aprender a mirar y darnos cuenta de que no sabíamos hacerlo": p. 176), ni de que sea consciente de que incluso en unos minutos de descanso mirando al techo de tu habitación está todo lo mejor y más puro que un hombre puede extraer de la porción de vida que se le ha concedido (pp. 185-188), sino que llega al conformismo extremo de renunciar a salir a una azotea y contemplar la ciudad y el cielo y las nubes... tras comprender que uno puede contentarse con observar durante largo rato, de espaldas a la puerta de la terraza, el pequeño rectángulo de luz que entra por ella (pp. 41-43).
"Basta con estar en un lugar durante algún tiempo para entender espontáneamente las cosas, sin forzar las ideas", se afirma de modo definitivo en p. 198, y de ese modo resulta ingenuo anhelar grandes aventuras o emociones para saborear la vida, pues bastan los estímulos más modestos para apurarla hasta el fondo y recorrerla con toda la intensidad, dado que el autor es también consciente de que "la duración de la vida de un hombre no debería medirse según el número de los años cumplidos, sino por el ardor con que bebió cada día de ella" (p. 161).
Sea como sea, en esta reunión de apuntes que es En otra casa hay también páginas para la crónica de una estancia en Lucca, una travesía "Por la cuenca del Torío" y algún buen ejemplo de ese delicioso género literario que es el paseo ("Observaciones al despedir el año"), que de paso se aprovecha para desentenderse un tanto del intelectualismo y la cultura: "últimamente leo más que camino, y esto es sin duda un error. Desde que era jovencísimo he sabido que en el acto de caminar radican las claves de casi todas las cosas que más importan" (p. 134).
Llegados a este punto, alguien podría pensar que hay una incompatibilidad llamativa entre esas intuiciones y el acto de escribirlas, y en cierto sentido Antonio Moreno lo admite en el precioso epílogo, que funciona como epifonema y síntesis de todo lo dicho antes o, mejor, de todo lo que se ha querido decir, que tan a menudo es inexpresable. De hecho, el autor se lamenta de que las palabras sean insuficientes y además demasiado ruidosas, y por tanto de que las suyas no consigan expresar lo que sí logra la danza que ve ejecutar a un hombre ante el puerto de Alicante: "Sentía que todo cuanto he hecho con ellas ha sido en vano, y que tarde o temprano un día tendría que ponerles el punto final definitivo, si es que no lograba que ellas fuesen expresión de esa danza compenetrada con la respiración de la vida" (pp. 206-207). Pero hay una razón mayor para escribir y publicar En otra casa, y ésta tiene que ver con la alegría interior, con la necesidad de compartir la sensacion de plenitud en la calma, con la firme voluntad de lo que se sabe salvado: "¡Cómo, a estas alturas, va a importarme obtener las mercedes de un renombre o un prestigio! Ni siquiera fantaseo [...] con la imaginación de un lector futuro. ¿Entonces? Es muy simple: sigo una voz que es un bien. Que lentamente, desde mi primera juventud, me ha ido mostrando qué es el bien. Nada tiene que ver con ideas ni con escuelas, sino con un don que ilumina mi vida" (p. 195).

(Reseña publicada en la edición valenciana de ABC, 28 de abril de 2o12.)

lunes, 16 de abril de 2012

Pío Baroja, de José-Carlos Mainer



UN PASEO CON BAROJA

José-Carlos Mainer
Pío Baroja

Taurus / Fundación Juan March
Madrid, 2012


En la última pregunta de la extensa entrevista que cerraba el volumen de homenaje Para Mainer de sus amigos y compañeros de viaje, publicado el año pasado por la editorial Comares, el profesor José-Carlos Mainer anunciaba que estaba escribiendo “una vida de Pío Baroja” que “será seguramente mi último libro de cierta magnitud”. Nunca una noticia tan buena habrá venido acompañada de una profecía tan aciaga, pero, a la vista del resultado de esta biografía y de la infatigable curiosidad y actividad que mantiene Mainer, es inconcebible que no hayamos de esperar nuevos títulos futuros.

Quien fuese hace ya más de diez años el director de la flamante edición de las Obras completas de Pío Baroja que acometió el Círculo de Lectores (y quien vio en la cubierta de uno de sus últimos libros –Galería de retratos– la silueta del inconfundible perfil del huraño escritor donostiarra) ofrece hoy una biografía que es algo menos divulgativa que lo que pretendían las directrices de la colección “Españoles eminentes” que inaugura, explicadas por Javier Gomá en páginas preliminares. El autor ha cumplido con el encargo de seguir la “secuencia cronológica desde el nacimiento hasta el fallecimiento” –aunque permitiéndose, por fortuna, muchas de esas célebres digresiones suyas que tanto encandilaban a quienes asistimos a sus lecciones en la Universidad de Zaragoza– pero tal vez no tanto con lo de limitarse a satisfacer “las expectativas de un lector culto no académico”. El texto de Mainer es exigente con sus lectores, presupone muchos conocimientos literarios e históricos, y dedica menos espacio a las peripecias de la vida de Baroja (entre su infancia y vejez en su tierra estuvieron sus años de estudiante en Valencia, su plenitud vital en Madrid y sus viajes a París, Londres o Italia...) que al merodeo, forzosamente rápido, de su copiosa obra. Felizmente, hay menos sucesos y chismes que análisis literario, y no sólo de los textos de Baroja sino de muchos de sus coetáneos. Mainer sabe que la historia de la literatura no es la de los escritores sino el examen y la criba de los textos que sin cesar se nos acumulan, pero es que además, en el caso particular de Baroja, analizar sus novelas y personajes es un modo perfectamente eficaz de abordar su andadura vital, pues desde la primera página se afirma que “la biografía de un escritor es, en rigor, su obra (p. 13), y una de las conclusiones del magistral epílogo es que el vasco “concibió la literatura como quien construye un refugio que fuera, a la vez, un espejo íntimo” (p. 397).

A diferencia de algunos precedentes, este libro muestra una indisimulada simpatía de partida por la figura que estudia y tiende a una benevolencia siempre razonada en todos sus pasos, aunque no deja de reprocharse con seriedad a Baroja su tozudo antisemitismo, su desconfianza ante la democracia o, descendiendo varios escalones en gravedad, su indiscreción final respecto a ciertos episodios galantes. También los textos salen muy bien parados de este nuevo escrutinio de Mainer, quien en todo caso opone obras maestras como la trilogía “La lucha por la vida” (La busca sería “la primera de las grandes novelas del submundo urbano en España y una de las mejores de la Europa de su tiempo”: p. 131), El árbol de la ciencia o Zalacaín el aventurero a páginas menos inspiradas. “Si la literatura no es exploración, es poca cosa”, sentencia Mainer (p. 35), y ve en Baroja a un sedentario viajero y a un fanático de la rutina que también es calificado de “culo inquieto”, aparte de ser, “ante todo, un ensayista que nos cuenta cosas” (p. 33) y un “escritor laborioso, capaz de reescribir la prosa hasta conseguir el efecto emocional buscado, pero que se había impuesto como norma la sencillez, la claridad y la independencia” (p. 116).

Otras de las virtudes del libro son las noticias que da sobre Pasada la tormenta, libro todavía inédito de Baroja que Mainer pudo leer en la casa familiar de Itzea, y, sobre todo, la nutrida bibliografía que se va repartiendo en el primero y los últimos capítulos, y que, más que constituir una exhaustiva summa barojiana, supone un balance cabal de la recepción de esa obra a lo largo del tiempo y de sus huellas en la narrativa española de ahora mismo. A esa lista comentada de libros sobre Baroja hay que añadir desde ya mismo la biografía que la contiene, y hay que hacerlo con la convicción de que se trata de todo un acontecimiento.

(Reseña publicada en el suplemento Artes & Letras, de la edición valenciana de ABC, nº 41 (31 de marzo de 2o12), pp. 6-7.)

jueves, 2 de febrero de 2012

Cartas, de Saul Bellow



CADA VEZ MÁS GRANDE

Saul Bellow
Cartas

Edición de Benjamin Taylor.
Traducción de Daniel Gascón.
Alfabia
Barcelona, 2o11

“La fuerza de la virtud de un hombre o su capacidad espiritual se miden por su vida ordinaria”, se leía en Herzog, una de las obras maestras de Saul Bellow, de cuya vida cotidiana sabemos hoy mucho más gracias a la feliz aparición de esta portentosa recopilación de setecientas ocho Cartas, un verdadero acontecimiento literario que convierte a su autor en alguien todavía más hondo, más malicioso y más genial de lo que ya habían demostrado sus novelas, cuentos y reseñas.
A partir de ahora nadie podrá negar cuál era la principal motivación de todos esos textos. Según el editor de este volumen, Benjamin Taylor, “sus protagonistas son intelectuales, pero esos intelectuales descubren lo débil que resulta su sabiduría cuando irrumpe la verdadera vida. […] Que otros chapoteen en el nihilismo si les agrada; para Herzog la vida sigue siendo lo que era para Keats: el valor de fabricar un alma” (p. 17), algo que Bellow confirma en una carta de 1961: “los escritores que creen que hay un mar de los Sargazos de vómito en el que debemos vagar están obligados a afrontar la belleza. Para negar eso, tendrías que negar tus instintos como escritor” (p. 298), y que explica, por ejemplo, lo poco que tuvo que decirse con Samuel Beckett en el único encuentro que tuvieron, a principios de los ochenta (p. 16). A Bellow le movía el optimismo, la fe en la existencia, una vitalidad que se desborda incluso en sus páginas más desengañadas o iracundas. Se enfada con quienes no saben vivir, con quienes no lo hacen con intensidad, con quienes no soportan que él sí quiera disfrutar. “Descubrí hace un tiempo que nada me impediría decir lo que pienso” (p. 504), escribe a Philip Roth, y entiende que “sólo hay una forma de derrotar al enemigo, y es escribir lo mejor posible” (p. 214). Su apuesta por la felicidad y la verdad es a veces demoledora: “En realidad, nunca he dejado de buscar lo auténtico; y a menudo encuentro lo auténtico. Caer en la desesperación sólo es una forma elegante de volverse un imbécil. Yo elijo reír, y no me río de mí mismo menos que de los demás” (p. 700), y a veces se apoya en una especie de predeterminismo positivo (“uno nunca puede lamentar el curso que ha tomado su vida. Siempre hay razones totalmente buenas por las que no podría haber ocurrido de ninguna otra manera”: p. 478), porque lo cierto es que no todo fue siempre fácil en su vida (“¿Y qué es la vida sin unas cuantas ansiedades graves? Algo incompleto”: p. 303).
“Fracasa contigo mismo y fracasarás en todas partes”, advierte antes de cumplir los treinta años (p. 87), y a la altura de 1960 ya sabe que “un tiempo hermoso es su propia recompensa” (p. 271). Le cuenta a John Berryman que “Don Quijote es hermoso como ningún otro libro que yo haya visto nunca” (p. 234), y años antes ha recomendado a Bernard Malamud para una beca con el argumento, tan vigente, de que “la mayor amenaza para la escritura en nuestros días es la amenaza del conformismo” (p. 180). “Tendremos que esperar y ver si aparecen buenos escritores. Con pocas excepciones, la gente de talento que he conocido durante los últimos treinta años no ha mostrado mucho espíritu. Tras una temprana exhibición de cualidades parece haber poco más que amor al estatus” (p. 400).
Si leerle resulta tan reconfortante es porque él no era de esos que utilizan sus manuscritos como papel higiénico en el que desahogar su asco o intentar contagiar su tedio, que casi siempre es síntoma de estrechez de miras: “La única cura segura es escribir un libro. Yo tengo uno nuevo sobre la mesa y todas las demás penas se han ido. Ésa es la forma que adopta ahora cualquier rechazo a ser infeliz, y supongo que me salva de una negativa meramente obstinada. Porque no es sólo por uno mismo que hay que rechazar cierta alternativa. También es porque le debemos algo a la vida” (p. 277). Él, simplemente, era inteligente, y tuvo además el don de saber explicarse como pocos, manejando las palabras de un modo que con feliz frecuencia alcanza lo glorioso: “No te preocupes por esto y aquello: esto y aquello no importan demasiado en la suma final” (p. 514).
La magnífica traducción de Daniel Gascón (sé que lo es porque desde la primera página uno se siente como en casa: en ese hospitalario y reconocible "estilo Bellow" que conocemos gracias a otros traductores) se hace cómplice del espíritu del autor, y entre los dos nos ofrecen un volumen lleno de sabiduría y amor por la verdad, o amor por el amor (“Janis me cuida como a una planta, y de vez en cuando recibe la recompensa de una flor”: p. 616). “Para ser realmente bueno, uno de los mejores, uno debe adquirir una especie de normalidad tolstoiana que nadie pueda desafiar” (p. 344), acierta a decir, pues en contra de lo que creyó en masa alguna generación anterior a la suya, sencillez y genialidad son muy buenas amigas.
Así, “la escritura debería derivar de la Creación y no intentar sumarse a ella. Deberíamos exigir que las cosas fueran cada vez más sencillas, cada vez más grandes” (p. 204). Sencillez y grandeza es lo que encontrará el lector en cada una de las cartas de este libro maravilloso. Tratándose de Bellow, la alegría se da por descontada.

[Reseña publicada hoy en Artes & Letras [Heraldo de Aragón], p. 8]