sábado, 24 de noviembre de 2012

'Todos los besos del mundo', de Félix Romeo




UN PROFUNDO AMOR

Félix Romeo
Todos los besos del mundo
Zaragoza, Xordica Editorial, 2012.

Desde que murió Félix Romeo, hace trece meses y medio, no he podido sumergirme en una piscina sin acordarme de él y de cuánto le gustaban, y también le he recordado al sumergirme en un montón de libros que hubiéramos comentado, aunque le encantaba llevarme la contraria y solía reñirme por mis reseñas (algo que también hacía con Julio José Ordovás o incluso en relación a las opiniones de José-Carlos Mainer, lo cual, paradójicamente, subrayaba el respeto que sentía por nuestro modo de leer, en contraste con la condescendencia sin matices que en general aplicaba a otros amigos más cercanos a los que estimaba más en lo personal). Creo, por ejemplo, que, entre los libros que inconcebiblemente no ha podido leer, le hubiese gustado el Diario de invierno de Paul Auster, el segundo volumen del epistolario de Juan Ramón Jiménez, las magníficas Cartas de Saul Bellow traducidas para Alfabia por nuestro querido Daniel Gascón o la recopilación de los poemas de Edward Thomas. También, aunque me echó una bronca homérica por aplaudir con entusiasmo la formidable Némesis, sé que hubiese lamentado el reciente anuncio de silencio definitivo de Philip Roth, cuya Pastoral americana veneraba. Pero más absurdo aún es que no llegase a tener los libros que han publicado en 2012 algunos de sus amigos más admirados y constantes: Las leyes de la frontera de Javier Cercas, Escritores y escrituras de José Luis Melero, Te veo triste y El llanto de los boxeadores de Fernando Sanmartín o esa deliciosa y sencilla bildungsroman que Antón Castro ha titulado Cariñena. Y tanto como le gustaba tocar y manosear los libros (los agarraba con fuerza y los combaba y escudriñaba por todos lados, acercándolos y alejándolos para verlos de diferentes modos, dándoles vueltas como si manipulase el volante de un coche), es simplemente doloroso que nosotros hayamos podido ver, leer y subrayar sus dos últimos libros, y él no. Nadie tendrá jamás un ejemplar dedicado de esos dos títulos, y me parece que eso, misteriosamente, dice algo de su carácter, pues, aunque siempre generoso, cariñoso y presente, era un hombre lleno de silencios interiores, de zonas que no quería compartir, de fantasmas, de espacios en blanco que sin embargo rebosaban significados que sólo él poseía y masticaba.

El último mail que me escribió fue para felicitarnos a mi mujer y a mí por el anuncio de nuestro primer hijo, a quien tampoco, tanto como le gustaban los niños, ha podido conocer. Cuando Bruno cumplió nueve días en este mundo, leí junto a su sueño esa pesadilla ya póstuma que es Noche de los enamorados, que precisamente me trajeron a casa ese oportuno 14 de febrero. Es el libro que Félix había dejado listo para publicar, un reportaje estremecedor y crudo sobre el maltratador a quien había conocido en la cárcel exactamente diecisiete años atrás, el día de los enamorados de 1995. Si sólo publicó tres libros en vida (Dibujos animados, Discothèque y Amarillo), desde su muerte, como adelantaba arriba, ya han aparecido otros dos (aparte de reediciones de sus dos primeras novelas en la colección de bolsillo de Anagrama), y el segundo de ellos, la recopilación de cuentos Todos los besos del mundo, es tal vez el mejor de todos, el que más y mejor retrata y hace justicia a su autor. Organizada por la escritora Eva Puyó y por el editor Chusé Raúl Usón, esta selección de diecisiete narraciones breves de Félix Romeo ofrece una panorámica extraordinaria de su escritura a lo largo de los años, desde sus primeros cuentos, marcados a fuego por las road movies y por la literatura norteamericana, hasta sus últimas prosas, más despojadas de todo, menos “literarias”, más directas, aunque en la última de ellas, el recuerdo de su “Verano del 75” por Castellón, Valencia y el Desierto de las Palmas de Benicàssim que se publicó originalmente en agosto de 2011 en la revista Letras Libres, vuelve a sus temas familiares y de carretera, cerrando un círculo que, trágicamente, será definitivo.

            Antes de eso hay muchos cuentos de desamor, incomunicación y ruptura (como el magistral “Cigarrillos”), violencia activada por el odio a la violencia, kilómetros y vino, ternura llena de rabia por no poder ser más felices y mejores, por no saber vivir más. Como en las dos páginas perfectas que forman “Temblor”, “él siente un profundo amor y una profunda impotencia”.

[Reseña publicada en ABC (ed. Comunidad Valenciana), 24 de noviembre de 2012]

miércoles, 7 de noviembre de 2012

'La Gran Casa', de Nicole Krauss

GRAN CASA, LA


UN SILENCIO ESTRUENDOSO

Nicole Krauss
La Gran Casa

Barcelona, Salamandra, 2012
Traducción de Rita da Costa

Escribir con la convicción de que quien te va a leer es la persona más inteligente del mundo supone un buen punto de partida para cualquier narrador o poeta, y es un recurso que la novelista neoyorquina Nicole Krauss parece haber puesto en práctica en las tres novelas que ha publicado hasta hoy: Man Walks Into a Room (2001 –Llega un hombre y dice, Salamandra, 2009–), The History of Love (2005 –La historia del amor, Salamandra, 2006–) y ahora esta Great House (La Gran Casa). Si su emocionante segundo título ha quedado consagrado con justicia como una de las mejores novelas de la década pasada, esta nueva obra, construida con materiales similares, es todavía un poco más compleja, misteriosa y exigente con el lector. Harán bien en no acercarse hasta La Gran Casa quienes necesitan que se les explique todo, quienes reclaman que las historias se cierren y encajen como un puzle a través de anagnórisis y casualidades, quienes se desconciertan si se les desorienta. Pero quienes disfrutan con la sutileza, con las conexiones internas que no implican necesariamente el solapamiento de las tramas, con la exposición de un puñado de personajes mucho más unidos de lo que finalmente pueda parecer, o simplemente dejándose llevar por una narración hipnótica y una escritura primorosa, encontrarán en esta novela un lugar muy cómodo, aun con rincones trágicos, donde pasar unas cuantas horas.

            Pero que los desenlaces de cada una de las historias sean complicados, por elípticos y a veces bruscos, no hace que estemos exactamente ante una novela difícil. Cada uno de los mimbres argumentales se presenta con claridad y con la ventaja siempre iluminadora de estar escritos con verdadera maestría, de un modo ya difícil de encontrar en la narrativa estrictamente contemporánea, y sobre todo entre los autores de la edad de Krauss, nacida en 1974. La tensión narrativa de La Gran Casa se mantiene en su punto más alto desde el primer párrafo hasta el último, sin decaer ni un instante, sin ninguna página de transición, sin ningún detalle que no contribuya al éxito final de un relato que habla, sí, del pasado, la memoria y la herencia, pero sobre todo de la identidad individual de cada uno de los protagonistas de la narración y, de rebote, de cada uno de quienes lo leemos, de la libertad y la responsabilidad que implica estar vivos.

            Todo eso es lo que representa el monstruoso escritorio que va desplazándose de una subtrama a otra, desde Nueva York a Jerusalén pasando por Londres y tal vez algún rincón de Alemania, aunque también flota el rumor de que podría haber pertenecido a Federico García Lorca (tal vez la única decisión arbitraria del argumento, que, aunque no se confirma ni se desarrolla, resta verosimilitud a la historia del mueble sin aportar magia). Pero, siendo el principal y más espectacular, ése no es el único ni tal vez el más lúcido símbolo de una novela que también aborda con inteligencia y verdadera sensibilidad los temas de la culpa, la maternidad, la vida conyugal, la escritura, la soledad, la inspiración, la enfermedad, el olvido y, claro, el amor y el desamor, la felicidad y el dolor, la vida y la muerte.

            Krauss escribe con una prosa que se puede considerar “clásica” en cuanto a su profundidad, en su aversión por lo leve o lo insignificante, pero con una estructura muy habitual en la narrativa (sea en papel o en imágenes) de hoy, de historias parciales que se van barajando, relatos fragmentarios e incluso incompletos que sólo cuentan lo que el texto general y las intenciones últimas del autor necesitan. En ese sentido, Krauss ha citado alguna vez a W.G. Sebald como referencia determinante, pero en una lista que dio, preguntada por sus libros favoritos (y junto a algunos precedentes ineludibles al hablar de literatura norteamericana judía, como Saul Bellow o Philip Roth), también constan Los detectives salvajes y 2666, de Roberto Bolaño, Sefarad, de Antonio Muñoz Molina, o incluso Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas. Todos son buenos compañeros de viaje para una escritora que ha sabido satisfacer con brillantez las vertiginosas expectativas que impuso con La historia del amor. Con tal trayectoria, y a sus treinta y ocho años, ilusiona calcular la cantidad de obras maestras que todavía podrá darnos en el futuro.

[Reseña publicada en la edición valenciana de ABC, 27 de octubre de 2o12]

lunes, 5 de noviembre de 2012

'Canciones de Juan Perro', de Santiago Auserón



LO DE SIEMPRE, DE NUEVO

 

Canciones de Juan Perro
Santiago Auserón

Prólogo de Jenaro Talens. Salto de Página. Madrid, 2012. 160 páginas.


Uno no sabe mucho de nada y no sabe nada de muchas cosas, pero, aunque la música y su historia forma parte de la inmensidad de lo que ignora, de vez en cuando se asoma con curiosidad y provecho a ensayos sobre el tema (últimamente Alex Ross, Pascal Quignard, Eugenio Trías o ese ensayo sobre La música de los clásicos que el zaragozano Jorge Bergua Cavero acaba de publicar en Pre-Textos...), ante los que siempre se propone curiosear más, decidirse de una vez a saquear la discoteca de su padre (un melomano que opina que la música se terminó hacia 1880...) y recorrer metódicamente, siglo a siglo, los mejores sonidos obtenidos por la humanidad.

            Por otro lado, asomarme a la música supondría en realidad volver atrás en mi tiempo, pues mucho antes de los libros estuvieron las canciones, y, por ejemplo, el espíritu celebrativo y la inteligencia positiva de las letras de R.E.M., o la melancolía razonada de las de Counting Crows, han sido más importantes para mí que casi cualquier poema.

            Muchas veces la poesía de esas palabras es completamente inseparable de la melodía en que están sumergidas, pero otras veces esas 'lyrics' soportan perfectamente su traslado al papel, y leyéndolas en el negro sobre blanco de los libretos ya se muestran soberbias y convincentes, completas sin necesidad de pulsar el play. En ese sentido, uno de los mejores poetas aragoneses vivos se llama Santiago Auserón, y a las determinantes Canciones de Radio Futura (que Pre-Textos publicó en 1999), se añaden ahora, gracias a la meritoria nueva colección de poesía de Salto de Página, estas Canciones de Juan Perro, y de nuevo con presentación de Jenaro Talens. Tal vez sea por prosaicas cuestiones generacionales, pero en mi opinión éstas son todavía mejores que aquéllas, más sabias y ricas, más conscientes de su profundidad..

            Se ha destacado muy a menudo lo que Auserón, desde su proyecto "La huella sonora", tiene de investigador, de historiador de las raíces de la música popular. Sus canciones no sólo suponen un eslabón que amplía y enriquece ese caudal imparable, sino que se convierten en una revisión erudita de los ritmos y sones de las distintas tradiciones, fundamentalmente hispánicos y latinos, especialmente caribeños, pero también africanos o árabes, todo lo cual, unido a su decisivo protagonismo en la formación del imaginario cultural español de los 80 (Radio Futura fue parte constitutiva de aquellos años, y su repertorio es uno de los que con mayor firmeza y solidez han perdurado) le hizo merecedor en 2011 del Premio Nacional de Músicas Actuales.

            Basta leer el precioso epílogo que Auserón ha escrito para este libro para hacerse cargo de la honda conciencia con la que trabaja, para confirmar que su talento compositor está acompañado de sabiduría teórica, que la intuición instintiva y silvestre del creador no es incompatible con el conocimiento sereno del analista. Pero él sugiere más diferencias de las tal vez necesarias entre canción y poema: aparte de la certeza de que el origen de la poesía es musical, el único condicionamiento a veces indeseado que la música imponía era el de la rima, y en nuestro tiempo cada vez más letristas se atreven con el verso libre (el propio Auserón lo ha hecho, como en la estupenda "La noche de fuego"), y más músicos escriben pentagramas para poemas que jamás imaginaron ser cantados (y en ese sentido es justo destacar el magnífico trabajo del también zaragozano Gabriel Sopeña).

            Con el mismo desenfado con el que hace treinta años Auserón escribió páginas de un idioma urbano que hoy son himnos, con su disfraz trovadoresco de Juan Perro lleva dos décadas explorando y continuando sin complejos una simbología remota. Exigente con quien le escucha (estamos hablando de un poeta sencillo, no de un poeta fácil), logra decir cosas nuevas e incluso insólitas con los pocos materiales de siempre, forjados en comunidades pequeñas y con un entorno de referencias limitado y siempre repetido que, paradójicamente, amplía las posibilidades del poeta no aturdido por la abundancia bulímica de la modernidad. Canciones como "Esta tierra no tiene corazón", "El agua de los ríos", "Cántaro roto" o esa impagable canción de cuna titulada "Duerme zagal" son infinitamente ricas en su sencillez y su aparente ingenuidad. Éstos y otros más sugerentes y menos accesibles, como "Yo te cito", son poemas de amor, temor y muerte que hablan con laboriosa humildad de todo lo que importa, recurriendo a claves tradicionales que no repelen elementos modernos o referencias históricas y que entremezclan sin conflictos humor y seriedad, levedad y circunspección, alegría y misterio. Todo lo que conforma la corriente principal del río infinito de la poesía.

 
[Reseña publicada en Clarín, nº 100 -marzo-abril 2012-]

lunes, 1 de octubre de 2012

'El cristal Spinoza', de Juan Arnau




MENDICIDAD Y JÚBILO


Juan Marqués
 
Juan Arnau
El cristal Spinoza

Valencia, Pre-Textos, 2012

 
Hacía mucho tiempo que no leía tantas veces en un libro la palabra “alegría”, pero es natural que aparezca por todas partes en una confortable novela que pretende sintetizar la filosofía, tan consoladora y vitalista, de Baruj Spinoza. ¿Novela? Narrativa, en cualquier caso, y también esbozo de biografía, aunque esta nueva obra del profesor valenciano Juan Arnau tiene también algo de ensayo (por el contenido, a menudo tomado directamente de las obras del filósofo holandés), de teatro (por los diálogos y las acotaciones) e incluso de poesía (ya que, como ha de hacer ella, dedica casi todas sus páginas a recordar cosas fundamentalmente importantes).

Arnau se sirve con habilidad de un personaje escurridizo y algo fantasmagórico, Jan van der Spyck, que va saltando a través de los siglos como heredero y custodio de la sabiduría de quien fue su amigo en La Haya, y es él quien nos la va ofreciendo a los lectores en forma de capítulos breves que traen estampas paisajísticas, apuntes históricos y sociológicos o, sobre todo, la reproducción de conversaciones sobre distintos aspectos que siempre concluyen con la expresión de una serena satisfacción ante la existencia, sea cual sea la miseria o la injusticia que la envuelva.

            Los grandes obstáculos de la vida de Spinoza fueron la intransigencia religiosa, a la que se enfrentó con tranquilidad resignada, aceptando sin escándalo su expulsión de la comunidad judía y asistiendo en silencio a la condena o censura de algunas de sus obras (algo que tampoco consiguió hacerle sufrir demasiado: “prefiero no ser leído a ser malentendido”: p. 204, aparte de que “el pensamiento no habrá de ocuparse de los errores de los demás”: p. 95), y la pobreza material, que sí pudo haber evitado, pues fueron muchos quienes, sin él solicitarlo, le ofrecieron trabajos, cátedras y subvenciones que no aceptó o cuya retribución él mismo redujo a lo mínimo para subsistir. La voluntaria y concentrada reclusión del filósofo fue la de alguien que previene contra “la más peligrosa de las pasiones, la inacción, la única pasión que carece de objeto” (p. 42): el filósofo sólo viajó por obligación y tras sobresaltos (“no sabes lo divertido que es huir a tiempo”: p. 140), pero apostaba por un sedentarismo consciente y hacendoso: “para que la imaginación viaje, el cuerpo no ha de hacerlo” (p. 48). De hecho, no se trata sólo de permanecer siempre en el mismo lugar, con perseverancia y atención creciente, sino de quedarse por aquí incluso después del final: “La vida sólo revive en la vida. Los cuerpos se van, se van de muchos modos, pero también se quedan, se quedan de muchos modos, en otros cuerpos. Para seguir en el mundo cuando el cuerpo no está, para seguir presente lo ausente, el espíritu ha de albergarse en lo vivo, y desde allí emanar dulzura, comprensión, fuerza” (p. 15)

Es cierto que “no es fácil establecerse en la alegría agradecida de la vida cuando ésta es desdichada” (p. 237), pero “el sabio piensa en la vida y no en la muerte, no espera recompensa alguna de sus actos, ni aquí ni en el más allá, se esfuerza por obrar bien, no presta atención al mal y, sobre todo, se esfuerza por estar alegre” (p. 220), y para ello hay que ser laborioso y tenaz, dado que “la alegría es la marca del buen esfuerzo” (p. 96). El impulso positivo y jovial de la filosofía de Spinoza llega al extremo, estoico y marcoaureliano, de afirmar que “El mal no existe; lo pone la falta de vista, de perspectiva (p. 140)”, y esa estrechez de miras de los pesimistas y los temerosos contrasta con una “amistad con el mundo” que es definitivamente luminosa: “El poder de una persona descansa en la cantidad de verdad que es capaz de soportar sin que esa carga lo arroje a la desesperación, sino que, al contrario, lo anime a caminar hacia un horizonte de alegría. La vida misma, con su empuje sanguíneo y su poder afectivo, se da así sentido a sí misma, se moldea y abre perspectivas donde crecer y ser más libres” (p. 149).

[Reseña publicada en la edición de la Comunidad Valenciana de ABC, 29 de septiembre de 2o12]

domingo, 30 de septiembre de 2012

'Arquitectura yo', de Josep M. Rodríguez

 
 


  
TENEMOS MIEDO PORQUE ESTAMOS VIVOS


Josep M. Rodríguez
Arquitectura yo

Madrid, Visor, 2o12
 

En su reciente biografía de Pío Baroja, José-Carlos Mainer ha sabido enseñarnos que, por muy huidizo o celoso de su intimidad que sea un escritor, escribir es irremediablamente una forma de vivir públicamente, de contarse y explicarse continuamente ante los ojos de los demás. Si esto es verdad, lo es de un modo muy particular en lo que respecta a la poesía, y muy especialmente en el caso de los poetas de la estirpe de Josep M. Rodríguez (Súria, 1976), quienes, para decirlo de una manera algo simple, van dejando con sus versos huellas que a su modo van relatando el camino de una vida, los hitos del trayecto, con sus altibajos, obstáculos y compañeros de viaje, recuperando recuerdos y permitiéndose prolepsis. Más que un diario íntimo, la reconstrucción simbólica de un cuerpo, una mirada y un tiempo únicos pero reconocibles, compartibles, especulares.
     Creo que así hay que entender el título de su último libro, Arquitectura yo, un edificio complejo y sencillo construido en buena medida a base de preguntas: he contado hasta veintidós directas en sus treinta y siete poemas ("¿Acaso la belleza sea como una pluma, / quiero decir, / que pertenezca a algo / hasta que se desprende?", "¿Hasta dónde nos cambian las certezas?", "¿Cuál de vosotros / árboles / será sacrificado / para que no esté yo solo bajo la tierra dura?"...), aparte de otras tantas indirectas ("Me pregunto qué pensarás de mí"...), de modo que si en otros libros de Josep M. Rodríguez (como en el anterior, el ya magistral Raíz) lo que abundaba eran las sentencias, a menudo en forma de rotundo aforismo, pocos años después se ha dado el paso adelante que supone pasar de la afirmación a la interrogación, de la revelación a la duda, de la seguridad a la incertidumbre. Es un proceso paralelo al de la difuminación de la propia identidad ("Deja de preocuparte por quién eres", "¿Desde cuándo ha dejado de importarme / lo que sucede en mí?"), que no se contradice con el ahondamiento en la propia personalidad y la creciente convicción acerca de la universalidad de los propios sentimientos, por privados que sean. La negación del yo es un proceso de ida y vuelta: "Repetir un paisaje / es insistir en mí". La renuncia a uno mismo pasa por el autoconocimiento más exhaustivo: "Mi forma de buscarme en cada verso // me lleva hasta la casa de mis padres". En este sentido, el poema titulado "Yo, o mi idea de yo" es muy revelador, y termina con la imagen sublime y cruel de "un niño que nace / en un barco que se hunde". También por eso es este poemario "obra ya de madurez", como afirma Eloy Sánchez Rosillo en la nota de contracubierta, aunque lo cierto es que estamos hablando de un poeta que ha mostrado una firme y bien dirigida consciencia poética desde sus primerísimos balbuceos en Las deudas del viajero (1998).
         Por otro lado, si en anteriores libros del poeta catalán predominaba una actitud dichosamente celebrativa, agradecida, presentista..., en estos nuevos poemas, aunque la conclusión suele ser positiva, hay mayor presencia de lo sombrío. El primer poema es un buen ejemplo de texto que arranca de un modo amargo ("De tan negra / y profunda / la tristeza parece un pozo de petróleo. // ¿Se formará también de aquello que está muerto?") pero se reconvierte enseguida en un himno optimista que no da la espalda al sufrimiento, sino que lo incorpora transformado en punto de partida de algo esperanzador. Muchos poemas después se dice más claramente: "el dolor te recuerda / que aún sigues con vida", y algo antes, en un apunte japonés, se ha dejado escrito que "la hierba / sigue / viva / debajo de la nieve". Pero en general el tedio, la soledad, la enfermedad y la muerte comienzan a ocupar un espacio notable. "Primera visita al zoo", uno de los mejores poemas de Arquitectura yo, es una suerte de fábula (con búho educando con amor a un escarabajo preadolescente y apesadumbrado) en la que se concluye que "crecer / es ir al zoo / y sólo ver barrotes". No es el único poema en el que se revisita el pasado para extraer una lección amarga: en el regreso a una casa abandonada se aprende que "hasta las flores tienen sombra", y los dos últimos poemas son explícitamente fúnebres, aunque parece que de ese cuerpo inerte con el que se cierra el libro ha huido y sobrevivido algo esperanzador: "¿Alguna vez pensaste que tu cuerpo / es sólo la envoltura / del gusano de seda de la muerte? // Su crisálida deja tras de sí, / tumbado en la camilla, // un cadáver / abierto". Son versos que recuerdan a aquel aforismo de Juan Ramón Jiménez: "Yo me he vaciado en mi obra. ¿Morir, entonces, yo? A la muerte sólo irá mi cáscara".
         Si en anteriores libros del autor el desamor era un tema protagonista, en éste apenas es aludido en cinco o seis poemas (todos en la segunda sección) para dar paso, como hemos visto, a preocupaciones menos mundanas. Pero también hay un monólogo de una mujer oculta tras un burka ("Dentro"), algún viaje (como el de la preciosa "Postal de otoño") y una escapada al tiempo de la guerra civil ("Aurora boreal, 1938") en la que un fenómeno atmosférico arroja literalmente luz sobre aquellos años de violencia. De lo que ha prescindido casi totalmente en esta entrega es de esas "variaciones" que en otros poemarios recreaban hallazgos o temas de otros poetas (aquí sólo hay dos tributos a Ezra Pound y a William Butler Yeats), y también hay menos abundancia de citas, homenajes y referencias culturales dentro de los versos: otro paso para desnudar aún más las estrofas y nombrar en ellas sólo lo esencial, lo cual contrasta con el frecuente recurso a los exergos (tanto para introducir secciones como para encabezar poemas) y con la generosidad en la página de agradecimientos y dedicatorias.
     Todo poema, obviamente, ha de ser una aventura del lenguaje, pero no sólo de palabras vive el poeta. Si así fuese, se podría crear un programa informático que escribiera poemas excelentes (y, de hecho, no pocos libros de los últimos años parecen escritos con esa técnica). Sin sorpresa, inteligencia y emoción, no hay poema, y esos tres ingredientes básicos, junto a muchas otras virtudes, están en todos los textos de Josep M. Rodríguez, que no deberían tardar en verse reunidos en un solo volumen (o bien antologados, pues una selección de treinta o cuarenta poemas suyos especialmente perfectos constituiría uno de los mejores libros de poesía de los últimos años).
    "No estás aquí sólo como testigo", afirma el poeta para rematar otro poema. Para sus lectores, es una suerte que lo descubriese y que, libro tras libro, no afine sólo su mirada sino también su voz, no sólo su sensibilidad sino también su expresión, no sólo su yo sino también su nosotros.

[Reseña publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 747 (septiembre de 2o12), pp. 149-152.]
 

sábado, 25 de agosto de 2012

"Rastreos y otros poemas", de Tomás Segovia




UN MUNDO ESPERA FUERA

 

Tomás Segovia
Rastreos y otros poemas

Valencia, Pre-Textos, 2012
124 páginas. 15 euros

 
El añorado poeta venezolano Eugenio Montejo afirmaba que uno de los problemas de quienes escriben versos en español es el de que nuestros adverbios terminan en “–mente”, y eso obliga a intentar evitarlos para huir de la cacofonía, para no enmarañar el ritmo. No fue así en el caso de Tomás Segovia, quien no sólo los usó con profusión, en la mayoría de los poemas de sus últimos libros, sino con verdadera maestría.

Es sólo una minúscula característica más que añadir a la larga lista de virtudes y habilidades literarias del poeta valenciano, fallecido en noviembre del año pasado en la ciudad de México, y dueño también de una intensa experiencia vital y de un carisma personal impactante que supo traducir a texto en sus ensayos, diarios y poemas. Los que se reunieron hace un año en el magnífico Estuario han recibido con toda justicia el Premio de la Crítica, y la entrega siguiente acaba de ver la luz póstumamente, también en la editorial Pre-Textos, bajo el título de Rastreos y otros poemas.

Esos “Veinte rastreos por mis lindes” son veinte poemas largos en forma de paseo, o recuerdo, o balance…, en los que Segovia va dando nuevas vueltas a los temas más merodeados por él en su obra, y al cabo todos hablan, con su particular puntuación, de la perplejidad y el agradecimiento ante lo que existe, algo que, en coherencia impecable, le lleva a celebrar también los aspectos amargos e indeseados de la vida, consciente de que todo es manifestación de lo mismo y por tanto todo es necesario y fecundo, incluso la misma desgracia, a la que está dedicada el reconfortante “Decimotercer rastreo” (pp. 48-49). En cuanto a esos “Otros poemas” que completan  el volumen, son treinta y siete poemas breves que podrían haber constituido un libro aparte, pero que, colocados ahí, aportan detalles, matices y observaciones particulares (sobre el mar, el frío, el silencio, el amor…) que ilustran y complementan los “rastreos”. Son poemas hechos con muy poco, apenas una impresión, un simple saber estar y saber decirlo, como en el poema “Aunque quisiéramos”: “Cuánta salud azul encima de nosotros / Y cómo están ya en flor / Sin reticencia alguna los almendros / Y de dónde ha salido / Este aire renovado que nos huele / A una limpieza nunca usada todavía / Tal parece que habrá que confesar / Que alguna cosa hay a fin de cuentas / A la que aunque quisiéramos / Nada tendríamos que reprocharle” (p. 75).

Como dice el editor Manuel Borrás en la solapa del libro, Tomás Segovia fue uno de esos grandes poetas que “no tratan de ofrecernos respuestas ni simplificar o categorizar el mundo, sino que lo extienden ante nosotros desnudando su complejidad, dando prueba simplemente de que existe y de que ellos existieron también en él”. Es lo que, siempre atento y a la espera, hizo en estos Rastreos y otros poemas, estrujando los lugares comunes para extraer un nuevo giro, un nuevo color, una renovada sabiduría: “Necesito poner muy a menudo / Largamente ante mí sin distraerme / Eso que inauguraba cada día mi día / En aquel tiempo en que aún estaba / Limpia mi edad entera / Aquel deslumbramiento emocionado / De ver cada mañana al salir de mi casa / Que había para mí un mundo / Esperándome afuera” (p. 41)…

[Reseña publicada en la edición de la Comunidad Valenciana de ABC, 28 de julio de 2o12]

jueves, 9 de agosto de 2012

Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta, de Juan Manuel Bonet



EL BUSCADOR DE ORO


Juan Manuel Bonet
Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta
Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2012


No conozco a nadie que sienta un mayor entusiasmo por las cosas que le gustan que Juan Manuel Bonet, y tampoco conozco a nadie con más capacidad para contagiarlo. A su edad mucha gente empieza a retirarse, a conformarse, a acomodarse con las pocas cosas que más feliz le hacen y gozarlas continuamente, sin seguir buscando. El afán explorador de Bonet es, por el contrario, creciente, y su apetito infatigable y su curiosidad imbatible. Es mucho lo que uno ha aprendido de su sabiduría, pero creo que es más valioso aún lo que he aprendido de su actitud, de su pasión, de la alegría con la que siempre quiere saber más sobre esas primeras décadas del siglo XX que tanto le fascinan y que en buena medida tiene archivadas en las estanterías de su domicilio y, sobre todo, en su prodigiosa memoria. Bonet lo sabe todo, y sin embargo cada día sabe más, en una paradoja que se explica por los nuevos hallazgos que él mismo realiza en los rastros que visita en decenas de países y por el modo en el que asimila y amplía los descubrimentos de otros investigadores, a los que siempre puede añadir un cabo más, un testimonio iluminador, una nueva pista que seguir.

            Cuando hablamos de la erudición jolgoriosa de Bonet con respecto a las vanguardias, no nos referimos especialmente a la española (sobre la que escribió un Diccionario ya imprescindible) sino también a las americanas y las europeas (por razones biográficas es, por ejemplo, experto en la francesa y la polaca), y no hablamos sólo de literatura y arte, sino de música, arquitectura o fotografía, pero todavía le queda sitio en sus afectos para ser un fanático tintinófilo (en 2011 comisarió en Madrid una curiosa exposición en la que artistas jóvenes recreaban las cubiertas de todos los tebeos deTintín) y tiempo en su agenda para devorar novelas de espías y de Patrick Modiano, aparte de ser él mismo uno de los mejores y más extraños poetas españoles (y digo extraño en el mejor sentido de la palabra: su poesía es única, originalísima y escurridiza, pues a menudo publica versos en catálogos de arte, en revistas invisibles o en pequeñas ediciones de coleccionista...).

            Ya durante sus años como director del Instituto Valenciano de Arte Moderno mostró su amor por el Ultraísmo, esa vanguardia que sacudió la poesía española entre 1919 y 1925, y ahora culmina ese trabajo con una monumental antología de lo mejor que ha quedado de aquel movimiento, con textos de sesenta autores (entre los que figuran Valle-Inclán, Borges, Huidobro, Gerardo Diego, César González-Ruano, Antonio Espina o Juan Larrea). Tras la lectura, el balance es necesariamente irregular: si la intención de Bonet era ofrecer una muestra panorámica del Ultraísmo, el resultado es impecable y tal vez definitivo, y en ese éxito tiene mucho que ver el conciso y brillante prólogo, así como las notas que preceden a los textos de cada uno de los poetas antologados. Si en el ánimo del compilador estaba convencer de la calidad de aquella corriente, uno ha de reconocer que este libro no ha hecho más que acentuar mi impresión (más instintiva que documentada) de que aquellos autores se movieron guiados por una caprichocracia simpática pero más bien estéril que les impidió llegar muy lejos o muy hondo en las cosas que al cabo importan. Me parece que hay poca emoción real en estos versos, poca verdad. Hay, sí, mucha sorpresa, pero es más la de las ocurrencias de la imaginación que la insuperable que produce la propia existencia. En los mejores casos no hay duda de que los poetas invirtieron en esos poemas su intimidad, sus temores, su insatisfacción... y bajo la palabrería y las bromas (y, a veces, bajo la chatarra más desafortunada o inane) se adivina un impulso creativo sincero, una inquietud creíble, un algo que decir que a veces es amoroso y a veces evocador y a veces político: casi todo lo que encontramos en otras corrientes poéticas lo encontramos aquí envuelto en risueños ropajes ultraístas que en la mayor parte de los casos son un obstáculo y no una ayuda, como una forma de expresión que se pusiera zancadillas a sí misma. Entre los logros, no se puede discutir que el Ultraísmo construyó un nuevo imaginario de Madrid y, en general, llevaron la poesía urbana hasta un punto de no retorno; que contribuyeron a dinamitar los "marcos" del poema, consiguiendo audaces conquistas formales (el título de la antología, tomado de un verso de Pedro Garfias, es perfecto); que ensayaron piruetas y osadías que algunos llevarían con provecho a su obra post-ultraísta; y que, en fin, se lo pasaron bien escribiendo, lo cual no es nada despreciable. Pero el legado es insatisfactorio. "Los poemas ultraístas -dijeron en una de sus consignas- se confeccionan arrojando las palabras al azar sobre la plenitud cósmica." Ese universo, a juzgar por lo que nos ha llegado, se les quedó pequeño.

[Reseña publicada en la edición de la Comunidad Valenciana de ABC, 31 de junio de 2o12]