jueves, 26 de febrero de 2009



Cartas de Vicenta Lorca a su hijo Federico, Barcelona, RBA, 2008. Edición de Víctor Fernández. Prólogo de Lluís Pasqual.

“¿Hay algo mejor en la literatura que las mejores cartas?”, se pregunta Walt Whitman en un precioso libro misceláneo que ha preparado el poeta venezolano Rafael Cadenas (Habla Walt Whitman, Valencia: Pre-Textos, 2008, p. 38), y por aquellos mismos años Emily Dickinson, la otra gran voz poética de Norteamérica, escribía que “A letter is a joy of Earth – / It is denied the Gods” (“Una carta es un goce terrenal / que los dioses ignoran”, según la inexacta pero insuperable versión que de los poemas de Dickinson hizo Carlos Pujol en Algunos poemas más, Granada: Comares, 2005, p. 491). Ambos siguen teniendo razón: quienes acudimos instintivamente a la literatura a buscar verdades y explicaciones obtenemos en las cartas (especialmente en las más humildes y naturales, en las que nunca pudieron pensar que acabarían publicándose) una autenticidad directa y un temblor vital al que es difícil que acceda una creación literaria consciente de serlo. Y, glosando la segunda cita, es cierto que, reduciendo y meditando bien el fenómeno epistolar, el hecho de que un ser humano envíe a otro unas palabras escritas que vencen la distancia y los días y transportan una información, un ruego, unos afectos..., supone uno de los acontecimientos más hermosos de la especie humana, una de las grandes conquistas de la civilización, una victoria sobre nuestras miserias.
Se ha publicado ahora un pequeño epistolario especialmente conmovedor por su sencillez y su limpieza, por la forma en que se transmite lo mejor que tenemos. Son palabras dirigidas por una madre a su hijo. Ella es Vicenta Lorca González y él Federico García Lorca, y, a pesar de esto, es la primera vez que se editan estas 34 preciosas cartas (más otras dos en el apéndice, dirigidas a Rafael Martínez Nadal en 1935 y a Gregorio Prieto en 1950, y en las que doña Vicenta trata asuntos relacionados con la difusión de la obra del poeta, antes y después de su asesinato), que son todas las que se conservan en el archivo de la Fundación Federico García Lorca. Las ha ordenado, transcrito y anotado Víctor Fernández, quien también aporta una introducción en la que se esboza la biografía de Vicenta Lorca y se reproduce lo que dijeron de ella quienes la conocieron (su hija Isabel, José Mora Guarnido, Martínez Nadal, Carlos Morla Lynch, José Bello o, por supuesto, el propio Federico).
Para explicar el cariño que rebosan esas cartas hay que recurrir necesariamente a la cita. Son muchos los humildes pero valiosos consejos que me gustaría copiar aquí, pero bastará con tres. El 16 de enero de 1921 le escribe a la Residencia de Estudiantes para avisarle de que “no puedes perder ni un día, ni dejar nada para mañana como tú acostumbras. Que el tiempo vuela y muy pronto cumplirás veintitrés años y es la hora de trabajar y lanzarse definitivamente a ser, pero con entusiasmo y valentía, sin temerle a nada ni a nadie” (p. 45). El 10 de febrero de 1930, cuando su hijo ya conoce el éxito y el prestigio, le hace saber que “Comprendo que pensarás muchas cosas y sentirás no poderlas hacer todas; pero empieza por lo más necesario o lo que te convenga más y trabajando con orden y constancia todo lo conseguirás. Te repito que el orden en el trabajo ahorra mucho tiempo” (p. 80). Y el 12 de marzo de 1931 le insiste inolvidablemente en que “no pierdas el tiempo tontamente, pues ahora estás en el máximum de rendimiento en tu trabajo, y desde Mariana y la Zapatera han pasado seis años y no has hecho otra cosa” (p. 95).
Si la exhortación a aprovechar el tiempo (“no pierdas el tiempo porque una vez pasado no vuelve más”: p. 76) es uno de los “estribillos” de este epistolario, otro sería la admirable y convencida fe que doña Vicenta dedica a las posibilidades literarias de su hijo desde el principio, algo francamente llamativo y me temo que no demasiado frecuente entre aquellos cuyos hijos muestran ambiciones o intenciones artísticas. En la primera carta conservada y editada aquí (de octubre de 1920), le pide que “no descuides tu Literatura que para mí tiene más importancia que todas las carreras, o, mejor dicho, ésa es la carrera por excelencia para ti y para mí” (p. 34). Sorprende el respeto que late en esa mayúscula, incluso en una mujer culturalmente inquieta que, como explica Fernández, había estudiado a conciencia y llegó a ejercer de maestra algunos años.
El autor teatral Lluís Pasqual destaca en su breve prólogo que “La madre no escribe para contarle lo que le está pasando a ella –ella desaparecerá voluntariamente detrás de sus sentimientos– o a la familia, sino básicamente para contarle, desde la distancia, lo que le ocurre a él, porque ella lo sabe mejor que nadie, mejor que él mismo, sin que nadie se lo cuente. Lo que le ocurre o, en muchos casos, lo que le ocurrirá. Sin imponer nada” (p. 10). Es cierto: Vicenta apenas habla de Vicenta, pero en lo que nos cuenta adivinamos mucho sobre esa mujer, sobre todo porque es una persona sencilla que no oculta nada, que no calcula, que no contempla intereses propios. Y, por supuesto, de estas páginas podemos extraer mucha información sobre los pasos y, sobre todo, la personalidad de Federico García Lorca, y tal vez el retrato más escueto y hermoso de todos los que conozco: “tú, hijo mío, eres el hombre que siempre lleva la alegría consigo” (p. 74).
En otro momento afirma que “estoy tranquila porque sé que tú eres un hombre muy moral y muy bueno” (p. 49), y esa calma interior se aprecia en su forma de abordar todos los temas (e incluso en todas las fotos que ilustran esta edición). Su carácter es por lo general optimista y positivo, aunque a veces se le escapa cierta amargura (“así es la vida con más cosas desagradables que agradables”: p. 68) o protesta de un modo muy indirecto y resignado (“Yo por mí no te pido nada pues estando tu padre satisfecho también lo estoy yo”: p. 60), pero también es verdad que estas quejas tienen algo de fórmula casi paremiológica, lo cual podría hacernos pensar que doña Vicenta no tenía muy interiorizado ningún gran sufrimiento o sacrificio, sino que era una mujer que supo permanecer por encima de las circunstancias.
Ese padre al que se aludía en el último paréntesis, Federico García Rodríguez, suscribe varias de las cartas sin escribir en ninguna, aunque acostumbra a enviar encargos, preguntas y cariños. Los que sí aportan a veces algunas líneas propias son Francisco e Isabel García Lorca (la cual cuenta a su hermano sus progresos en las clases que profesores como Pedro Salinas o José Fernández-Montesinos le impartían en la Universidad (p. 101) y en las que a partir de octubre de 1933 dictó ella misma en el Instituto Escuela (p. 109), según contó también mucho después en sus Recuerdos míos, Barcelona: Tusquets, 2002), y entre todos forman un poblado retrato de familia y amigos que arropa a los dos protagonistas de este libro y a la vez sirve casi para enfocarlos, para alumbrarlos. Por una parte el poeta (in absentia pero no del todo, ya que Fernández le concede también la palabra en las notas a pie de página, recurriendo hábilmente al Epistolario completo organizado por Andrew A. Anderson y Christopher Maurer en Madrid: Cátedra, 1997) y por otro, preocupándose por él y alentándolo, su admirable madre, cuyos consejos podrán servir hoy también a muchos lectores.
El emperador estoico Marco Aurelio alababa en sus Meditaciones (I, 7) “el escribir sin afectación las cartas” (según la muy reimprimida traducción de Bartolomé Segura Ramos en Alianza), así que con seguridad le habrían gustado las de Vicenta Lorca. Como gustarán a todos los que las lean, ya que lo que en el fondo sucede, lo sepamos o no, es que todos querríamos merecer y recibir cartas como éstas.

[Reseña publicada en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, nº 69 (junio de 2oo8), pp. 163-164.]

No hay comentarios: